martes, 10 de octubre de 2017

Gracias, papá

Estas últimas y alborotadas semanas me acuerdo mucho de tí. De cuando decías, hace ya muchos años, que Cataluña se terminaría separando de España. Que los nacionalistas llevaban años trabajando para poner a la sociedad catalana de su parte. Medrando, manipulando.

Me acuerdo mucho de cuando me contabas por qué nos trasladamos de Barcelona, ciudad donde nací, a Sevilla en el año 77, a pesar de que había mucha diferencia en muchas cosas entre ellas. Sevilla, atrasada y antigua. Barcelona, avanzada y moderna. Cómo, cuando quisiste optar al puesto de Director de la Biblioteca de la Universidad Autónoma de Barcelona te dijeron que nunca lo conseguirías, porque no eras catalán. Tú, que tenías la formación y la experiencia necesarias. Tú, que hablabas inglés, alemán, francés, y algo de italiano y portugués. Tú, que hablabas y escribías un perfecto latín. 
Llevabas años en Barcelona, donde habías estudiado la carrera, donde habías conocido a mamá. Habías disfrutado de la ciudad, a la que amabas. Habías paseado por las Ramblas. Habías tomado el aperitivo antes de comer en la Plaza Real. Habías bebido cócteles en Boadas. Habías paseado con Andrés y conmigo por el Parque Güell. Tenías amigos catalanes, muy buenos, con los que no había problema alguno.

Pero ya empezaba a oler mal. Ya empezaban los nacionalistas con sus aires de superioridad a colonizar los puestos de importancia, despreciando al diferente. Y tú, para más inri, eras andaluz. Pero a pesar de todo, conseguiste el puesto. Tenías en frente un hueso duro de roer, pero el proceso fue justo y objetivo, y tú le ganabas de calle. Por méritos. Por experiencia. Pero les escocía. Además, un andaluz, de origen humilde. Le habías ganado a un catalán de ocho apellidos.
Y, a pesar de lo que amabas la ciudad, a pesar de que sabías que Sevilla estaba, en ese momento, a años luz de Barcelona, tomaste la decisión. No te encontrabas a gusto allí, en una parte de tu país. Te sentías un poco extranjero. Y decidiste volver a Andalucía, una tierra a la que a la vez amabas y criticabas. Una tierra que te dolía, por sus carencias y defectos, pero a la que defendías cuando la atacaban sin motivo.

Recuerdo cómo, cuando empezó la crisis y viste como dos de tus hijos se iban al paro, universitarios, con idiomas, decías que te arrepentías de haberte mudado a Sevilla. Que en Barcelona habríamos tenido más oportunidades. Pues yo, papá, te lo agradezco.
A lo mejor llevabas razón en que allí habríamos tenido más oportunidades. Pero, viendo el panorama actual, no me gustaría vivir en una tierra en la que la mitad de su gente desprecia al diferente, al que no es como ellos. Una tierra en la que, seguramente, estaría peleado con muchos amigos. Una tierra en la que, seguramente, tendría mucho que callar. Prefiero vivir aquí, en una región más pobre, pero a la vez más rica. Rica en capacidad de acogida. Rica en respeto al diferente. Una tierra con muchos defectos y muchas cosas que mejorar, pero en la que no me siento rechazado. En la que puedo opinar, sin temor a que me acosen o insulten. 

Barcelona, ciudad donde nací, me sigue gustando. Es una ciudad alegre y acogedora. Creativa y cosmopolita. Seguiré tomando vermut con mi madre el domingo, a la hora del aperitivo. Seguiré restregando el tomate en el pan, como se hace allí. Seguiré comprando cava catalán, si me apetece. No creo en las fronteras, solo en las personas. Pero, desgraciadamente, tengo que agredecerte, papá, que nos sacaras de allí a tiempo. No quisiera tener que vivir lo que están viviendo ahora en Cataluña. Así que, gracias, papá.