jueves, 29 de septiembre de 2016

¿Por qué vienen?

Cuando veo las imágenes de los refugiados, siempre me pregunto quiénes serán esas personas, por qué ponen en peligro sus vidas para, en la mayoría de los casos, vender pañuelos de papel en los semáforos, trabajar en invernaderos o formar parte del ejército del top manta por cuatro duros y vivir hacinados en pisos compartidos con otras personas en su misma situación. Ya me pasaba cuando las sucesivas crisis de las pateras ocupaban las principales portadas. Y me sigue pasando ahora.

Siempre he intentado ponerme en su lugar, pero no lo consigo. Me cuesta. Desde mi cómoda posición de desempleado con futuro incierto del primer mundo no resulta fácil. Al fin y al cabo, podemos salir a la calle con sensación de seguridad. La violencia existe, pero es muy puntual. La policía está, casi siempre, para ayudar. Si enfermamos sabemos que tendremos una asistencia sanitaria más que decente. Y comida no nos falta. Hay gente que está muy jodida, lo sé, pero a nadie se le ocurre montarse en una lancha neumática para cruzar un mar o un océano en la oscuridad de la noche con un móvil en la mano como único salvavidas, para ponerse en manos de las frías mentes de los traficantes, interesados, únicamente, en su propio lucro. Si emigramos, lo hacemos en coche, en tren o en avión.


Me acabo de terminar un libro muy interesante, editado por el Think Tank GIFT (Global Institute for Tomorrow - Instituto Global por el Mañana), radicado en Hong Kong, que intenta desentrañar los secretos de muchos temas globales, buscando soluciones honestas y justas a los principales problemas que afectan a la humanidad. El libro en cuestión se llama "The Other Hundred" (Los otros cien) y nos cuenta, mediante fotografías, las vidas de 100 personas que nunca figurarán en las listas de Forbes, centradas tan sólo en millonarios, entendiendo el éxito como el puramente económico.

Frente a este planteamiento puramente monetario de la famosa revista americana, "The Other Hundred" nos habla de la vida de miles de millones de personas que, simplemente, consiguen sobrevivir, con dignidad. Entre ellas me llamó mucho la atención el caso de una mujer nigeriana que ejercía la prostitución en Amberes, Bélgica. Ante la pregunta de "¿Cómo puede alguien dejarlo todo para emigrar tan lejos para trabajar en la industria del sexo?" la mujer respondía de forma lapidaria: "Si tu padre tuviera diabetes y no pudiera pagarse los medicamentos, pero tú pudieras conseguírselos trabajando en esto, ¿lo harías?".

Hasta que no viajas a países fuera del ámbito del primer mundo no te das cuenta de lo privilegiados que somos. Nos quejamos mucho, tenemos muchos problemas, es verdad. Pero estos problemas son minucias comparados con los sufrimientos que llevan a esta gente a jugarse, literalmente, la vida en busca de un futuro mejor. Con los refugiados llamando a la puerta de nuestra cómoda casa europea estamos viendo la punta de este inmenso iceberg que "amenaza" nuestra segura existencia. Qué más da si vienen huyendo del hambre o de la guerra, o de ambas. Son seres humanos que luchan por su vida y por la de sus familias. Y nuestra respuesta no puede ser cerrarles la puerta.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

En el limbo

Ayer iba en el Metro, camino de Sevilla, con una carpeta con papeles médicos varios. Contenían información muy privada. Andaba yo enredado con mi flamante smartphone de segunda mano, con cosas tan importantes como el whatsapp y el facebook cuando llegó mi transporte, así que me monté, sin despegar mis ojos de la pantallita. Cuál fue mi sorpresa cuando, desde el interior del vagón que me había engullido a mí y a mi absorbedor aparatito, pude ver cómo me alejaba de la carpeta, ella sí que era importante, que quedaba allí triste y sola, abandonada en la fría superficie del banco metálico.

Nunca he sido muy de teléfono. No soy persona muy habladora, y por teléfono menos. Llegué tarde al móvil. Me resistí hasta que me dí cuenta de que a mi teléfono fijo le estaban saliendo telarañas. Aguanté como un campeón con mi ladrillo Ericsson hasta que tuve que subirme al carro de los mal llamados teléfonos inteligentes. Estaba yo contento y tranquilo en mi nivel smartphone cuando de repente, hace pocos años, llegó el whatsapp, cual elefante en cacharrería. También me mantuve en mi posición, ya que no le veía utilidad, hasta que pude ver cómo la gente dejaba de llamarme y compartían sus vidas a través de esa demoníaca aplicación. Y tuve que subirme al carro del whatsapp también.

No me considero, pues, un enganchado al móvil. En el cine, lo pongo en silencio. Cuando voy a correr, lo dejo en casa. Si estoy con alguien tomándome una cerveza, lo uso sólo lo imprescindible. Soy un usuario con cabeza. O eso creía. Pues no. Ayer, cuando, con cara de imbécil, me quedé mirando cómo abandonaba a mi carpeta con mis datos médicos y personales en la solitaria estación, me dí cuenta de que, o tomo medidas serias y urgentes, o no podré vivir sin este invento del demonio.

Haciendo memoria de mis rutinas, intentando mirarme desde el exterior, cual dron con neuronas, me he dado cuenta de que he entrado en la malévola zona de influencia de los smartphones. Estoy todo el día pendiente del último whatsapp. Cuando me levanto lo primero que miro es el móvil. No sé cuántas veces, a lo largo del día, me lo saco del bolsillo, para leer el último mensaje. Cuando voy a echar el día a la playa lo primero que hago es echar una fotito, para dar envidia. Mi niña puede estar enterrándose en arena, que no me percato. Si cocino, publico la foto de mi última creación gastronómica antes de probarla.

Si yo, que me considero ajeno al enganche que provocan estos aparatos, estoy así. ¿Cómo estarán los demás? Cuando miro a mi alrededor y veo a casi toda la gente que me rodea mirando el puto, con perdón, cacharrito, se me cae el alma a los pies. Cuando estamos con un ojo en el móvil y el otro en la realidad no estamos ni aquí ni allí. Y te dejas una carpeta con papeles importantes en un banco. O no escuchas cómo tu pareja te cuenta cómo le ha ido el día. O no ves cómo tu hija da sus primeros pasos. O te pierdes una irrepetible puesta de sol.

El filósofo francés Michel Serres acuñó hace años la expresión "generación de los pulgarcitos", refiriéndose a los jóvenes que están todo el día con el pulgar en sus móviles. Estos aparatos nos mantienen en un limbo que nos aleja de la realidad, y de la gente que tenemos a nuestro lado, para darnos una falsa sensación de pertenencia a grupo de gente a la que, en su mayoría, no vemos en meses. O en años. Mientras, nos perdemos lo que pasa a pocos metros de nosotros, que no es más que la vida. Ni menos.

martes, 13 de septiembre de 2016

Economía del bien común

Ayer tuve la oportunidad de asistir a una conferencia impartida por Christian Felber, el profesor universitario austríaco que está detrás de esa maravillosa y fresca idea que apareció hace pocos años llamada Economía del Bien Común.

La charla inauguraba los Cursos de Verano de la UNIA, en el campus de Sevilla, ubicado en la Isla de la Cartuja. Después de aguantar estoicamente las típicas y soporíferas intervenciones previas de dos cargos de la universidad y de los dos políticos de turno, a los que dudo les importe mucho el tema, comenzó el profesor Felber su interesantísima ponencia, después de trazar en el aire, literalmente, una perfecta pirueta para romper, supongo, con los rígidos y manidos discursos de sus predecesores. Por lo visto, entre otras cosas, estudió danza.

¿Qué es la Economía del Bien Común? Pues es una teoría económica, desarrollada por el propio Felber, que, básicamente, propone un cambio en el sistema económico capitalista que ha conquistado el mundo. Una economía no basada en el capital y en el enriquecimiento, sino en el bien común. Una economía donde el dinero no sea un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar el bienestar de todas las personas.

Felber, que tiene aspecto de un niño travieso que no ha dejado de jugar, planteó muchas ideas que me parecieron interesantes, algunas imprescindibles. Para empezar nos puso ejemplos de varias constituciones que contemplan en sus artículos el bien común como objetivo de la sociedad (Constitución de Baviera, Constitución de Alemania, Constitución Española...), algo que no parece estar cumpliéndose en toda su dimensión.

También habló de cómo se usa como principal indicador económico el Producto Interior Bruto, que debe crecer eternamente para que, según las teorías capitalistas, la sociedad progrese y prospere. Sin embargo, según nos contó Felber, hay países donde se están proponiendo otros sistemas, como Bután, donde han creado la Felicidad Interna Bruta, un indicador que mide, entre otras cosas, el desarrollo socioeconómico sostenible e igualitario, la preservación y promoción de valores culturales, la conservación del medio ambiente y el buen gobierno. La información la consiguen mediante una encuesta de 180 preguntas.

Para terminar, enseñó una propuesta de "balance del bien común" de las empresas, una especie de etiqueta que cuantifica su actividad en lo que respecta a la búsqueda del bien común de la sociedad. Según la puntuación obtenida en este balance se podría incentivar o castigar a las empresas, con menos impuestos para las más éticas y trabas para las menos.

La teoría económica de Felber es muy interesante y es un soplo de aire fresco al pensamiento único en que se ha convertido el capitalismo, que casi nadie cuestiona. Sus ideas se están extendiendo, existiendo grupos y asociaciones por todo el mundo, incluso aquí en Sevilla. Está claro que tener al dinero como único objetivo, como el Dios de todas las cosas, nos está llevando a una sociedad cada vez más desigual e insolidaria que, además, está esquilmando los recursos finitos que tiene nuestro planeta. Haría falta un giro de 180 grados en las políticas de nuestros gobiernos para conseguir revertir esta situación por otro lado insostenible. Viendo cómo el Excelentísimo y Celebérrimo y Muy Señor Mío Alcalde de Sevilla se piraba de la ponencia después de presentarlo como el paradigma de la nueva economía, me hace pensar que estamos todavía muy lejos de ese cambio.

viernes, 9 de septiembre de 2016

No.

Esta es, al parecer, la palabra favorita del principal líder de la oposición. Una palabra que recuerda a la de los niños de dos tres años, cuando entran en la fase de negación universal. "Niño, ¿quieres hacer pipí? No. ¿Quieres comer? No. ¿Quieres dormir? No. ¿Quieres dos millones de euros? No". Pedro Sánchez, en las últimas semanas y, especialmente, en las fallidas sesiones de investidura, nos ha recordado a un niño de estas edades, negando más veces que el santo homónimo. Lo malo, es que, a diferencia del caso de los infantes, cuyas acciones no influyen más allá de las puertas de sus hogares, la actidud del tozudo dirigente socialista nos afecta a todos.

Pero esto no es, a nuestro juicio, lo peor. Lo peor es que Pedro Sánchez, aparte de decir que no a la investidura de Rajoy, no dice nada más. No propone alternativa. Y, en un ejercicio de malabarismo circense, niega también las terceras elecciones. "No apoyo un gobierno del PP, no me postulo como candidato dentro de un gobierno alternativo, pero no quiero elecciones en diciembre", parece decir. Pedro Sánchez nos recuerda a ese niño que entra en bucle y no sale del no, sin saber cómo escapar, pero manteniéndose empecinadamente en su postura, sin acordarse al final de a qué se estaba negando.
Y lo peor es, también, y aunque la mayoría de los medios se empeñen en lo contrario, que Pedro Sánchez no es el único enamorado de la negación. Ni el único culpable de esta situación. Rajoy, aunque quiera aparentar lo opuesto, se mantiene en su inacción y en su incapacidad de ceder en nada, negándose también a cualquier acuerdo que no pase por mantenerse en el poder, como si siguiera teniendo la mayoría absoluta. Rivera, el comodín de nuestro Parlamento, se niega a cualquier tipo de acuerdo con los "radicales" de Podemos, el otro partido del cambio hace pocos meses. Iglesias, se niega, a su vez y con reciprocidad, al acuerdo con los naranjas y, al mismo tiempo, a renunciar al referéndum en la tierra del pan con tomate. Para terminar, el gazpacho de nacionalistas e independentistas se atrincheran en su fortaleza del "no a todo si no nos dejais irnos de España".

En nuestra opinión, todos son culpables, en mayor o menor medida, por no ser capaces de gestionar los resultados electorales. Contra lo que se repite cansinamente en los medios, los votantes no quieren que haya un gran acuerdo entre partidos, ni una imposible coalición. Cada uno ha votado con la intención, con el deseo, de que su partido consiga mayoría absoluta y gobierne conforme a sus ideas. Así somos. Lo que no entienden los líderes políticos es que su deber, para lo que les pagamos mes tras mes, es gestionar estos resultados y gobernar conforme a ellos. Punto.

¿Y esto cómo se hace? Pues una opción sería, ante la falta de reglas y de acuerdos, dejar gobernar a quien ha ganado las elecciones, por mucho que nos duela. La perspectiva de un parlamento fragmentado y de un gobierno en minoría puede ser una oportunidad de que la oposición haga algo más que protestar. Teniendo más escaños que el gobierno, los partidos del "cambio" podrían sacar adelante reformas y leyes de calado sin la necesidad de formar parte de él. Podrían conseguir una Ley de Educación consensuada entre todos con el compromiso de que perdurara en el tiempo. Podrían derogar la Reforma Laboral y aprobar otra más justa con los trabajadores y menos a medida para los empresarios. Podrían eliminar el Impuesto al Sol, reformar la Ley Electoral...

Es urgente que alguien se ponga al mando del barco y que los demás hagan una oposición honrada y constructiva. No tiene sentido esta situación de bloqueo. Dejen de pensar únicamente en sus propios intereses y trabajen por el país que les paga sus abultados sueldos. Convocar, por motivos personales, por mantener la silla, o por no bajarse del burro, unas terceras elecciones sería algo inadmisible. Ya está bien, no nos pregunten más y hagan su trabajo. Hay que aceptar los resultados y respetar la opinión expresada, dos veces ya, por los ciudadanos. ¿No iba de esto la democracia con la que tanto se llenan la boca? Pues practíquenla.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Qué apañao soy

Este verano le dijeron a mi amada esposa que "qué marido más apaño tienes". ¿Por qué? Porque me vieron ayudando con mi hija, cocinando, limpiando y demás labores que se asocian, todavía, al género femenino.

Evidentemente, a nadie le amarga un dulce, en principio me halagó. El ego es así, nunca se cansa de los elogios. Es un yonki de los piropos. Pero luego, mi incansable mente analítica y racional empezó a detectar fallos en el concepto de "apañao" y acabó bajándole los humos a mi ego, que acabó quitándole hierro al asunto.

¿Por qué es "apañao" un hombre cuando cuida de su progenie, o cocina, o limpia? A mí nunca me han dicho que mi mujer es "apañá" por ese tipo de actividades. Parece que, a pesar de que estamos ya bien metidos en el siglo XXI, y de que ya nos estamos acostumbrando a ver ministras, presidentas y directivas, todavía se asocian las actividades del hogar o de cuidados a las mujeres. Si un hombre las realiza, resulta que es un "apañao", porque está haciendo algo que, a priori, no le corresponde.

Vamos a ver, dejemos las cosas claras. A mi hija la cuido, no por ayudar a mi mujer, sino porque es mi responsabilidad, igual que la de ella. Cocino porque, aparte de que me gusta, tengo que hacerlo, igualito que mi mujer. No vamos a morir de hambre, ¿no? Y a mí me han enseñado a hacerme mis cosas. Y lo mismo pasa con la limpieza.

Está claro que los primeros culpables de esta situación son los hombres que no asumen sus responsabilidades y no son partícipes de las labores del hogar y de cuidar a quien les corresponde. Pero muchas mujeres, y no precisamente de edad provecta, siguen asumiendo, con total naturalidad, su papel tradicional y realizan todas las tareas del hogar y se responsabilizan del cuidado de los niños. Tengo amigas y familiares féminas que, cuando nos ofrecen ropa para la niña se dirigen siempre a mi mujer, dando por hecho que es ella la que se encarga de estos temas. Si llevamos algo de comer a una cena, asumen que es ella la que lo ha cocinado. Y así podría seguir infinitamente.

Nuestra sociedad, mujeres y hombres, sigue asumiendo que los roles de cada sexo siguen siendo, más o menos, los que tenían nuestros padres. El hombre trabaja fuera. La mujer se encarga de la casa. Con el agravante de que la mujer, eso sí es distinto, ahora también trabaja fuera. Así que se convierte en una superheroína que con todo puede. Y nuestros gobernantes no ayudan, precisamente. El embarazo, por ejemplo, se ve como un bache, un molesto evento que interrumpe la carrera profesional de las mujeres. Soraya Sáenz de Santamaría volvió al trabajo a los diez días de haber parido. Susana Díaz tuvo que dar mil explicaciones por cogerse algo más de seis semanas y compartir el resto de la baja con su marido. Para los que no se han enterado todavía, una sociedad sin niños no tiene futuro. Y hasta donde yo sé, la única manera de conseguirlos es mediante los embarazos.

Nos queda todavía un largo camino por recorrer hasta llegar a la igualdad de derechos y deberes entre hombres y mujeres. En el cuento que mi niña me pide que le lea toooodas las noches, que es bastante modernito, se supone, sale una guardería donde todas, absolutamente todas las docentes son mujeres. En las tres principales rondas ciclistas del mundo siguen apareciendo las macizorras azafatas de turno cada vez que sube alguien al podio. A las mujeres que llegan arriba profesionalmente se les pregunta por la conciliación familiar. No así a los hombres.

En esta lucha tenemos que estar los hombres en primera línea, con las mujeres. A nuestros gobernantes les corresponde también, predicar con el ejemplo. Me gustaría ver a más ministras embarazadas, sin más problema, siguiendo con su trabajo con total naturalidad, cogiéndose la baja que haga falta. Y también me gustaría ver a las mujeres negándose a esos trabajos de figurines en los que se las usa de jarrones ornamentales. La igualdad es cosa de todos. Y de todas.