miércoles, 19 de diciembre de 2018

Ahora resulta que no soy español

Estoy que no doy pie con bola. A mis 43 añitos me entero de que no soy español. Estaba el otro día viendo la tele cuando salió un tipo, un político, del PP, explicando, a voz en grito, las principales características del español de pro. Paso a analizarlas, a modo de test.

1: "Los españoles defienden los toros". Empezamos mal. No me gustan los toros. Puedo reconocer que, en algún momento de mi vida, he podido apreciar el conjunto de la llamada "fiesta nacional": los movimientos del torero, casi un baile, la emoción del enfrentamiento entre un humano y un animal que puede llegar a pesar 700 kg, la música... Pero todo cambió cuando, en una capea a la que me invitaron, pude ver aquello de cerca, el toro con la lengua fuera, su respirar entrecortado y fatigoso, la sangre manando como una fuente de su chepa, sus ojos aterrorizados... No, aquello no era para mí. Cero puntos en españolidad para mí.


2: "Los españoles celebramos la Navidad, ponemos el belén, ponemos el árbol". Bueno, en principio, sí, la celebro, pero más por tradición cultural que por convencimiento religioso. Hace ya muchos años que dejé de ser creyente, así que, más por inercia y por recuerdos que por otra cosa, sigo poniendo el belén y algunas luces. El árbol también lo coloco, pero de manualidades, no me gustan los de plástico, ni tampoco los de verdad que son cortados para estar un par de semanas en el salón. En cualquier caso, querido político del PP, me chirría un poco lo del árbol y el belén como algo español. ¿Sabía usted que lo del árbol es una costumbre pagana que se introdujo en Alemania en el s.XVII y fue traída a España por una rusa, podríamos decir que inmigrante, a finales del XIX? ¿Y que la tradición del belén nos vino de Italia? Cero puntos en españolidad para mí.

3: "Los españoles celebramos la Semana Santa". Con esto me pasa un poco como con los toros. Me gustó mucho en su día, como expresión artística que llena la calle de esculturas, olores, música y baile. Aunque cada vez menos, desde que los políticos, de izquierdas y de derechas, la usan como arma electoral, habiéndola convertido en algo de un tamaño insoportable y estomagante que extiende, además, sus cofrades tentáculos al resto del año. Cero puntos en españolidad para mí.


4: "Los españoles defendemos la caza". Es un tema complejo, por los diversos aspectos que lo integran: sociales, culturales, económicos, biológicos... Pero es un deporte o actividad con la que no comulgo, sobre todo cuando el animal es atacado y acorralado por un "ejército" desproporcionado y en clara superioridad numérica de vehículos, armas y asistentes caninos. Cero puntos en españolidad para mí.

5: "Los españoles estamos orgullosos de nuestros agricultores". No entiendo esta frase. Me la expliquen. Otro cero para mí, supongo.

En resumen, que para este tipejo, y muchos como él, no soy español, contra lo que dice mi historia familiar, mi carnet y mi pasaporte, mi lengua materna y mi forma de vivir en el mundo. Y tampoco soy sevillano, porque no soy cofrade, ni feriante, ni digo miarma, pero llevo 41 de mis 43 años en Sevilla, donde he trabajado y estudiado, donde he jugado y he paseado, donde he crecido, donde me he quedado casi sin pelo. Así que, voy a ver si me busco un buen psicoanalista argentino, a ver si me dice en qué país puedo encajar. Manda huevos.




miércoles, 5 de diciembre de 2018

Responsabilidad

A raíz del resultado de las elecciones andaluzas del pasado domingo vengo leyendo estos días, además de artículos apocalípticos sobre la irrupción de la ultraderecha en las instituciones, multitud de textos, más o menos afortunados, en los que se analizan sesudamente las causas que nos han llevado a esta situación. Unos hablan de descontento de la sociedad con la clase política. Otros de la creciente desigualdad provocada por una crisis que sigue muy viva en nuestra comunidad. Alguno le echa la culpa, directamente, a Pablo Iglesias (¿?).

Lo que más me ha llamado la atención es que no he leído, todavía, a nadie que hable de las personas que, con su voto, han colocado en el parlamento andaluz a 12 personas que militan en un partido que, además de no proponer nada concreto para la región, incluía en su programa ocurrencias de dudoso encaje constitucional y peligrosas consecuencias. Esos doce nuevos diputados autonómicos tomarán posesión de su escaño gracias a las decenas de miles de personas que les han votado. Punto. Igual que a Trump lo han llevado a la presidencia de los Estados Unidos sus votantes. Igual que a los ultraderechistas que gobiernan en Austria.


Vivimos en una época en la que, cada vez más, se nos exonera de la responsabilidad de nuestros actos. Como si fuéramos chiquillos tutelados por el Estado. La culpa es de los políticos. La culpa es de la educación. La culpa es de la situación económica... La cantinela es continua y persistente.

¿Qué ocurre? ¿Alguien nos obliga a meter la papeleta en el sobre a punta de pistola? ¿No sabemos leer y por eso no nos enteramos de lo que dice el programa de tal o cual partido? ¿No tenemos acceso, a través de internet, a cantidades ingentes de información?


El que vota es responsable de lo que vota. El que se queda en casa y engorda a la abstención, abarata el precio en votos de los escaños y favorece a los partidos pequeños, como VOX. Podemos echarle la culpa a Pedro Sánchez, Susana Díaz o Pablo Iglesias. O a Peppa Pig, si queremos. Pero la realidad es la que es, los partidos ganan o pierden, entran o salen, porque la gente les vota.

Hoy en día la inmensa mayoría de la ciudadanía vota con las entrañas, desde las tripas ideológicas más profundas. Sin pensar, sin analizar, casi como si, más que a un partido político, votaran a su equipo de fútbol. Y no piensan en las consecuencias. Se culpa a la clase política de la complicada situación en la que se encuentra nuestro país, pero nunca a los votantes que los han colocado en los distintos gobiernos que regentan. Se muestra a los políticos como una clase ajena, casi alienígena, capaz de lo peor, que nada tiene que ver con la sociedad a la que manejan, el pueblo cándido e inocente de todo. Y no es así, los políticos no son más que un reflejo de ella, de sus votantes. Y estos últimos tienen mucha culpa de dónde estamos. De mantener a los mismos en el poder autonómico durante casi 40 años, a pesar de que Andalucía sigue siendo una de las regiones más pobres de Europa. Y de proponer como solución a un partido claramente machista y xenófobo como VOX. También es su responsabilidad.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Nuevas costumbres

Ya llegó. Otro añito más, y otra vez tenemos que celebrar el maldito Black Friday de los coj... Ea, todo el mundo a participar en la orgía consumista que nos llega de los EEUU. Todo el mundo a comprar como si no hubiera un mañana. Y no solo el viernes. Ahora tenemos múltiples e imaginativas variedades: pre-black friday, semana azul... Hay para todos los gustos.

Reflexionando sobre esto, he pensado lo curioso que es que, principalmente, nos dediquemos a importar este tipo de estupideces, normalmente relacionadas con el peor consumismo, y no nos fijemos en otras costumbres, muy sanas y saludables, de otros países. A continuación os refiero algunas de las que yo importaría.

Estados Unidos. De lo poco que conozco, me quedaría con la costumbre de tener a la gente en cuenta por lo que hacen y no por quiénes son. El país está lleno de gente foránea contratada por sus méritos, independientemente de su lugar de procedencia. Las universidades están llenas de profesores e investigadores extranjeros. Igualito que aquí.


Alemania. Es un país que conozco, ya que viví durante casi un año, hace ya unos cuantos. Podríamos importar sus horarios de trabajo, compatibles con la vida familiar. O las máquinas que te dan dinero por reciclar envases. O la puntualidad. O el uso de la bici como medio de transporte. O el vino caliente en Navidad.

Dinamarca. Me quedo con la larga tradición de viviendas en cooperativa, que suponen más del 30 % del total del parque de viviendas. Estos residenciales permiten unos precios económicos, ya sea en propiedad o en alquiler, y comparten una serie de instalaciones comunes que facilitan la vida y la convivencia: comedor, lavandería, jardines... Lo contrario al individualismo en el que estamos inmersos. No conocemos ni al vecino que está al otro lado del tabique.


Suecia. Me encanta el amor que tienen por el hogar, qué acogedoras son sus casas. Cómo se lo curran, no hay más que ver lo que nos proponen en Ikea. Con qué gusto usan la madera. La costumbre de dejar los zapatos en la entrada de la vivienda la practicamos en casa desde hace años.

Reino Unido. Me admira su amor por las plantas. Da gusto ver sus jardines. O cómo cuidan sus huertos, llueva, nieve o truene. De hecho, podríamos decir que son los inventores de los parques, como los conocemos en la actualidad. Aquí, lo que está de moda en los patios es el solado más rancio. El hormigón al poder.


Y podría seguir. Los ejemplos son infinitos. Hagámoslo, copiemos algunas de estas sanas costumbres y seremos un país mejor.

lunes, 8 de octubre de 2018

Varón. Raza negra. 146



Estas son las palabras que se me quedaron grabadas el viernes, cuando terminé de ver el estupendo documental "Samba, un nombre borrado", de Intermedia Producciones, y dirigido por Mariano Agudo. La proyección formaba parte de FICNOVA, el Festival Internacional de Cine de la Noviolencia Activa, y tuvo lugar en La Casa Insumisa.

El documental cuenta la historia de Samba, un inmigrante senegalés que perdió la vida, junto a otras 14 personas el 6 de febrero de 2014, al intentar entrar en Ceuta por la playa del Tarajal y sufrir las consecuencias del material antidisturbios empleado por la Guardia Civil para evitar que cumplieran su objetivo.

Lo hace a través de Mahmoud, otro joven senegalés, proveniente de la misma región que Samba, que consiguió entrar en Europa tras saltar la valla de Ceuta en el año 2005. De hecho, Mahmoud estaba allí en la proyección y pudimos disfrutar de sus sabias palabras durante algunos minutos, al terminar el evento.


"Samba" intenta contar lo ocurrido sin estridencias, sin tragedias, sin empalagosas voces en off. Mahmoud, que reside en Sevilla de forma legal, con sus papeles en regla, emprende el camino inverso al que intentó el malogrado Samba. Quiere saber quién era, por qué arriesgó su vida, quiénes eran los miembros de su familia, cuáles eran sus sueños. Mahmoud vuelve a cruzar el Estrecho de Gibraltar, esta vez en sentido contrario y cómodamente, amodorrado en una butaca de un ferry. Esta vez no se le clavan los alambres de las concertinas en los brazos. No tiene miedo de que la Policía o la Guardia Civil lo entregue como si fuera mercancía a las autoridades marroquíes. No siente frío porque las gélidas aguas del Estrecho no llegan a su confortable asiento. No saborea la sal del océano, porque viaja varios metros por encima del mar que nos separa.

En Ceuta conversa con dos mujeres que asisten a los anónimos entierros de los inmigrantes que perecen en el intento. Le cuentan que las autoridades a los dos lados de la frontera muestran nulo interés en averiguar quiénes son esas personas que han muerto a las puertas de nuestra casa. Son personas. Han muerto. Muerto, lo repito para que no quepa duda. Y a nadie le interesa saber quiénes eran. El primer mundo en toda su plenitud. ¿Qué pasaría si muriera un, digamos, alemán, blanquito y rubio en la frontera de Irún?

Mahmoud sigue con su investigación. Para ello conversa con un tipo triste con pinta de funcionario gris y cansado que le explica que, a la gente como Samba, les identifican con su sexo, raza y, para terminar, les asignan un número de nicho.

Fotograma de 'Samba, un nombre borrado' (2017) de Mariano AgudoVarón. Raza negra. 146. Eso es todo. A nuestras autoridades lo único que les interesa de la gente como Samba es esto. Y Samba murió intentando llegar a tierras españolas. Y fue atacado por agentes de nuestra Guardia Civil. Y no había robado. Ni matado a nadie. Y murió por ello. Y a nadie parece importarle.

Mahmoud se acerca al lugar donde ocurrió todo, la playa del Tarajal. El mar está embravecido. A los dos lados de la absurda valla. El agua, la sal, las olas, son iguales en los dos países. Tan lejos, y a la vez tan cerca.

En Senegal, Mahmoud sigue indagando. Averigua dónde vivía Samba y allí conoce a sus padres, a sus dos mujeres, a sus 7 hijos. Tenía 25 años cuando murió. Los padres son mayores,  y ya no pueden cultivar la tierra que les sustentaba. El padre acusa a España del daño infligido. Reclama compensación. Pobre. España tiene asuntos más importantes que tratar que la muerte de un don nadie. Lazos amarillos. Plagios. Tarjetas black.

Samba, como todos los inmigrantes que intentan entrar en Europa, es, era, una persona. Con sus miedos, con sus sueños. Con sus virtudes, con sus defectos. Que sudaba, que tenía sed, o hambre, o frío. Que disfrutaba de un buen rato con los amigos. Quién sabe. A lo mejor le gustaba el cine. O no. Quizás era del Barça. O del Madrid. O no le gustaba el fútbol. Quién sabe.

Lo que sí sabemos, es que era una persona. Mucho más que un varón, de raza negra, nicho 146.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Yo sí que hice un máster

Querida señora exministra Montón, tras los acontecimientos de los últimos días, he llegado a la conclusión de que usted no sabía en qué consistía hacer un máster. Pobretica, la engañaron, creía usted que era cuestión de firmar unos papeles y mover los hilos que manejaban las más altas esferas de la Universidad Rey Juan Carlos para que le dieran el papelito, que parece que es lo que usted buscaba. Bastaba con que supieran quién era usted y dejarse querer. Lo de currar, lo de ir a clase, lo de aprender, lo deja usted para los mortales, los que no podemos o no queremos saltarnos los cauces oficiales. Yo sí que hice un máster. Sin convalidaciones, yendo a clase, entregando trabajos y haciendo una tesina desde cero, sin copiar a nadie y citando a quien correspondía. Y como veo que usted no tiene claro cómo es esto de hacer un máster para la mayoría de los mortales, se lo voy a explicar.


Primero. Dinero. Tiene usted que matricularse, cosa que sí parece que hizo. En mi caso, fueron algo más de 6.000 eurillos de nada, en una época, año 2009, en la que, como arquitecto que era, empezaba a sufrir la crisis en mis propias carnes. Inocente de mí, pensé que un máster de una universidad prestigiosa como la Politécnica de Madrid, en un tema con teórico y prometedor futuro como el de la arquitectura bioclimática, me solucionaría la vida. Entre algo de dinero que tenía y la inestimable ayuda de mis padres pude reunir lo suficiente y pagué lo que me correspondía.

Segundo. Clases. Si es presencial, hay que ir a clase. En mi caso, el máster era presencial, en Málaga, viernes completo y sábado por la mañana. Los de la Politécnica de Madrid habían abierto una "sede" en el sur, a ver si pescaban a más incautos como yo. Me levantaba el viernes a eso de las 6:30 de la mañana para poder llegar al lugar de las clases a eso de las 9:00 h. Firmaba el papelito y allí pasaba sentadito y atento la jornada del viernes y la mañana del sábado. Dormía en un hostal a unos 2 km del lugar de las clases, baratito, por algo menos de 30 € la noche, desayuno incluido, en el barrio de Pedregalejo. Para no gastar, me llevaba un bocadillo para la cena del viernes y otro para la vuelta del sábado. En la comida del viernes, por socializar, me unía a los compañeros del máster, pero, como arquitectos tiesos que éramos la mayoría, solíamos comer de menú, por menos de 10 eurillos. Nos lo podíamos permitir.



Tercero. Trabajos. Hay que hacerlos y entregarlos. Yo los entregué todos, individuales y en grupo. Fueron 7, y los tengo todos en una carpeta con algo más de 12 gigas de datos en el ordenador. También tengo una carpeta en mi correo electrónico donde tengo correspondencia con los compañeros, profesores y tutora. Puedo justificar toda mi actividad, matriculación, notas... A golpe de click. Y el máster lo hice entre 2009 y 2011, a.d.W (antes de Whatsapp).

Cuarto. Tesina. Hay que hacerla y entregarla. Sin copiar, a ser posible. Condición sine qua non para conseguir el título del máster. La mía la leí en enero de 2011. En alguna tutoría incluso tuve que desplazarme a Madrid, donde estaba mi tutora. La tengo, junto con toda la documentación que usé para realizarla, también en un ordenador y en un disco duro externo. Entregué dos copias en papel a la Universidad Politécnica de Madrid, que supongo que las tendrá guardadas en algún sitio oscuro y lleno de polvo. También le entregué una copia al alcalde del pueblo sobre el que versaba dicho trabajo. En algún cajón estará. Oscuro y lleno de polvo también. Tenía 79 páginas y era absolutamente original.



Querida señora Montón. Querido señor Casado. ¿Lo ven? No es tan difícil. Bueno, en realidad, sí que lo es. Me costó sudores y dinero sacarme el máster. Máster que, por otra parte, no me sirvió para nada, pero que me gané a pulso. Lo que no es difícil, por lo menos para mí, es justificar que lo hice, que entregué los trabajos, que asistí a clase. Ustedes quizás no lo entiendan, porque pertenecen a una clase privilegiada a la que le ponen alfombra roja allá por donde van. Cuando los pillen, por lo menos tengan la vergüenza de admitirlo, pedir perdón y marcharse por donde vinieron. No se preocupen, ya sé que lo de ser diputado es un chollo, pero seguro que tardarán poco en trabajar para alguna consultora o eléctrica donde quieran a gente de currículum etéreo como el suyo.

martes, 4 de septiembre de 2018

¿Nadie se da cuenta?

Estamos, en este país, en una época en la que nada parece moverse. Todo parece estático, bloqueado. Hay en el ambiente patrio un hastío como el de las horas de la sobremesa veraniega que ya nos va dejando, con el otoño asomando por el hueco de la puerta que da paso a la siguiente estación. Pero, para no variar, voy a llevar la contraria a la corriente general, y me voy a atrever a afirmar que, en España, todo está cambiando, aunque no parezcamos darnos cuenta. Lo pensaba el otro día mientras miraba a mi hija y observaba cómo, casi sin haberme percatado, ha dejado de ser una niña pequeña. Así, de un día para otro.

¿Os acordáis de aquel aburrido parlamento en el que había dos grandes partidos que se iban alternando en el gobierno? Las elecciones eran fáciles, la mayoría elegía entre rojos y azules mientras el resto, o no votaba o apoyaba, con más caríño que convencimiento, a partidos pequeños que iban a hacer de simples comparsas de los dos grandes elefantes políticos españoles. No había nadie más allá de PP y PSOE, excepto los nacionalistas, que explotaban, y lo siguen haciendo, las ventajas que les ofrecía, y les sigue ofreciendo, la ley electoral, que les otorga más poder del que merecen. Pero la cosa cambió hace escasamente tres años, cuando en las elecciones de 2015 entraron dos nuevos partidos en el Congreso que ocuparon más del 34 % de los escaños. Como elefantes en cacharrería. En el Parlamento apareció gente sin corbata y con rastas. Y también mujeres con bebés.



¿Alguien podía pensar, hace solo tres años, que íbamos a estar hablando de exhumar los restos de Franco del Valle de los Caídos? De hecho, se está haciendo algo más que hablar, ya que el Gobierno aprobó hace pocos días el decreto ley que pone en marcha el proceso, que no tiene vuelta atrás. Hasta la fecha parecía que íbamos a ser el único país europeo en el que el cadaver de un dictador figuraba de forma preminente en un monumento por él promovido, algo impensable en países como Alemania, Italia o Portugal.

Un presidente ha caído arrastrado por la corrupción de su partido. Habrá tardado más o menos. Habrá sido de forma indirecta, a través de una moción de censura con extraños compañeros de viaje. Pero el M.R. de los papeles de Bárcenas ha dejado de dirigir el país, algo que parecía impensable hace meses.


Un partido tan poco dado a la democracia interna como el PP ha elegido a su presidente mediante, tatatachán, ¡unas primarias! Habrán sido más o menos limpias. O justas. O democráticas. Pero no ha habido dedazo. De hecho, no ganó la favorita. Algo que, sin la irrupción de Podemos en el panorama político, no habría podido ocurrir. Las primarias del PP, obra de Podemos, considerado casi como el partido del diablo por los conservadores. ¿Justicia divina?

Diversos futbolistas, de esos que tienen muchísimos valores a sus espaldas, según los periodistas deportivos, han sido juzgados y condenados por evadir impuestos.


Un miembro de la familia real está en la cárcel.

Vale, sí, lo reconozco, no son cambios radicales, que transforman a la sociedad, pero sí que creo que, como esos niños que crecen bajo nuestras narices sin que nos enteremos, España está en un momento de cambio de fase. Le están saliendo barrillos en la cara y comienza a interesarse por el sexo. No sé si serán cambios positivos o negativos, pero es innegable que estamos saliendo de la fase de letargo en la que estábamos instalados tras la ya cansina Transición para entrar, por fin, en el siglo XXI, una época inestable pero que bulle con nuevas ideas y formas en política y economía que podrían llevarnos, si lo hiciéramos bien, a un país más decente y digno.

Ah, se me olvidaba, dentro de los cambios, no puedo dejar de mencionar al Betis, que por fin juega bien al fútbol, gana partidos y se clasifica para Europa. Enhorabuena.


lunes, 13 de agosto de 2018

Por los pelos

Hace unas semanas andaba yo de vacaciones por tierras teutonas, huyendo del tórrido verano sevillano y buscando el fresquito centroeuropeo. Estaba con la parte germana de mi familia, contándole a una sobrina una anécdota protagonizada por mi hija, en la que, resumidamente, le dijo al oftalmólogo que la estaba revisando que tenía mocos en la nariz. No es que mi niña sea una descarada. Simplemente se limitó a contestar a la pregunta del médico, que, para entretenerla, le dijo lo siguiente: "Mira hacia arriba y dime si tengo mocos en la nariz". El pobre hombre no contaba con la sinceridad de los niños y se encontró con la respuesta afirmativa de Marina.

Mi sobrina, tras reírse con la ocurrencia de mi vástaga, me comentó que cuando ella era pequeña, en el cole, tenía un profe con pelos en la nariz, algo que a ella le llamaba mucho la atención. Se acordaba, además, de cómo su punto de vista de ser humano bajito, parecía aumentar el tamaño y cantidad de pelos, lo que le daba gran asquito.


Llevo ya tiempo viendo cómo me salen pelos en lugares antes inmaculados y desiertos de vello, algo que no me gusta nada. Orejas, fosas nasales, hombros... se van poblando de pelos, acercándome al hombre lobo con el paso de los años. Poco a poco, van colonizando cada parte de mi cuerpo. Al mismo tiempo, el pelo va huyendo del lugar donde se supone que debería habitar, mi cabeza. De hecho, al contarme mi sobrina su anécdota infantil estaba yo pensando en tomar medidas estéticas para eliminar esos molestos vellos, comprando una máquina de esas, depiladoras, que venden ahora en todas partes.

Estando ya entrado en los 40, no me acaba de gustar el paso del tiempo y sus efectos físicos en nuestros cuerpos. Cuando me miro al espejo, cada vez me reconozco menos en ese tipo calvo con pelos en la nariz y cara de puretón. Soy un pureta, me digo. Esos de los que renegaba no hace tanto tiempo. Pero ese paso del tiempo no parece afectarme por dentro, donde me sigo viendo igual que hace 20 años. Y cuadrar ambas cosas es complicado, ahí está el quid de la cuestión.


Me acuerdo mucho de un tío de mi mujer, ya jubilado, que hace pocos años me comentó lo del espejo: me miro, Dani, y digo, ¿quién es ese viejo que me observa desde el otro lado? Él es de esas personas que, cuando hablas con ellas, te hacen olvidar los años que tienen. Su joven espíritu es capaz de anular las cicatrices de la edad. Y es algo que se me quedó grabado a fuego.

Estoy, además, en una edad complicada. Todavía, aunque cada vez menos, hay gente que me trata como joven. Coño, el otro día, en el banco, la misma tipo me dijo señor y chico en cuestión de 10 minutos. Quizás pueda viajar en el tiempo y no lo sabía... A veces es un poco esquizofrénico el tema, la verdad. Estoy en la frontera, supongo, entre la juventud y la ¿adultez?, aunque ya con pie y medio en la madurez. Los cincuenta ya están allí, al final de esta calle. Tengo amigos cincuentones, y me encuentro, a veces, mejor con ellos que con treintañeros.


Lo del paso del tiempo, los años que vamos acumulando como muescas en un calendario, es una mierda, en resumen. Lo digo sobre todo en lo que al cuerpo se refiere. No nos engañemos. Vamos perdiendo energía, nos lesionamos con más facilidad, nos lo pensamos dos veces antes de beber la segunda copa, la gravedad va haciendo estragos en nuestra piel y nuestros músculos... En los medios de comunicación nos bombardean con mensajes positivos sobre la edad, nos regalan imágenes de abuelos guapísimos e hiperactivos, que hacen kitesurf y echan carreras con sus nietos. Y yo, con mis dos rodillas operadas de ligamentos, pienso en los deportes que debo ir tachando de la lista, si quiero llegar medio entero a la edad provecta. Lo único que quieren es vender.

En la parte positiva, supongo que con el paso de los años, nos vamos volviendo más sabios, más seguros de nosotros mismos. Las experiencias, los errores, las cagadas vitales que cometemos, nos van dotando de un conocimiento que nos hace mejores por dentro. Supongo, aunque conozco muchos casos en los que esto no se cumple. Trump es un claro ejemplo. Y Kiko Rivera otro.


Ya termino. No quiero ser un cenizo, simplemente comparto con vosotros mi incorformismo con el paso del tiempo en nuestros cuerpos. Y lo digo porque me encanta la vida y me gustaría disfrutarla hasta el final, pero sin goteras. Creo que hay un error de diseño en el universo, ya que nuestras mentes casi no envejecen, y aguantan bastante bien hasta el final. Ya podrían haberlo hecho de forma que fueran acompasados cuerpo y mente, hombre. Y Rafaella Carrà no habría hecho el ridículo al final de su carrera. ¿A quién se le ocurre? Vaya cutrez, joder. Pero habrá que lidiar con ello, no queda otra, y vivir la vida, disfrutándola, pero intentando ir al taller lo menos posible.

Bueno, os dejo, que mi niña me ha dicho que ya me van asomando los pelos de la nariz, y los niños, ya sabéis, no mienten. Mi reluciente máquina depiladora de fosas y orejas me espera en el baño.

lunes, 23 de julio de 2018

¿Valores?

Todavía con la resaca de un Mundial de Fútbol de los más aburridos que recuerdo, me dispongo a deleitaros, en este verano tan raramente fresquito, con un texto sobre los valores en el fútbol. Esos valores a los que tanto apelan los periodistas cuando hablan de la selección española. O de determinados jugadores como Xavi, Iniesta o Casillas, por citar a algunos. Esos valores con los que se les llena la boca a algunos presidentes-empresarios cuando hablan de su club.

¿Valores? Por más que le doy vueltas al asunto, el único valor que yo veo en el fútbol de hoy en día es el dinero, que manda, y mucho, en el mundo de este deporte. Los jugadores, en general, van trazando su itinerario profesional en función de quién les paga más. Todos los años, o casi, vuelven a negociar su contrato, siempre al alza. Muchas veces, uno o dos años después de haber firmado un nuevo contrato con una estimable subida de sueldo, vuelven a llamar a la puerta del presi: oye, jefe, que ahora valgo más, anda, auméntame la nómina, que si no, me piro, vampiro.


¿Valores? Me viene a la mente el ex-jugador del Barça, Xavi Hernández, uno de los más queridos por los medios deportivos, como ejemplo de elegancia y saber estar, cuando le preguntaron por sus declaraciones contra la democracia española y le recordaron que juega en Qatar, un país que pisotea continuamente los derechos humanos, a lo que respondió: "es cierto que no hay un régimen democrático, pero la gente es feliz. Están encantados con la familia real, llevan sus fotografías en el coche, les dan un sueldo por ser de allí, cuidan a sus ciudadanos...". Toma valores.

¿Valores? También me acuerdo de todo el lío de Lopetegui este verano. Por lo que sé, y corregidme si me equivoco, el tipo acababa de renovar por dos años con la selección el pasado mayo, pero, ni dos meses después, le pasa el tren del Madrid por delante, y ni duda dos veces en subirse, pasándose por el forro el compromiso recién adquirido y, además, por detrás, sin hablarlo con su actual "empresa". Ah, y días antes de empezar el mundial, dejando a su amada selección en una extraña y rocambolesca situación. Toma valores.


Valores. Didier Drogba, el archiconocido jugador de fútbol de Costa de Marfil, cogió el micrófono tras ganar el último partido de clasificación para el Mundial de 2006 contra Sudán y conminó a sus compatriotas, enzardados en una cruenta guerra civil desde 2002, a dejar sus diferencias y a entenderse. A la semana, se convocaron elecciones populares en su país y a los pocos meses terminó la guerra. En la actualidad, Drogba sigue con la actividad de su Fundación, centrada en proyectos de educación y salud en su país. Estos sí que son valores.

Valores. Kanouté, el gran delantero francés que eligió jugar con la selección del país de sus progenitores, Malí, es otro ejemplo de futbolista solidario. En 2009 fue multado por celebrar un gol con una camiseta en la que ponía PALESTINA. Sí, vivimos en un país en el que te multan por eso, o por contar un mal chiste en Twitter. En 2007 compró, por 500.000 euros, un local en Sevilla en el que se alojaba una mezquita cuyo uso religioso peligraba. En la actualidad continúa con su proyecto la Ciudad de los Niños, en las afueras de Bamako (Malí), dedicada a acoger niños huérfanos y desaparecidos. Estos sí que son valores.


Valores. También está el caso de Javi Poves, futbolista que debutó en Primera en el Sporting, peró dejó el fútbol al poco tiempo, donde solo veía "dinero y corrupción". Hace dos años fundó el Móstoles Balompié con la idea de crear un club diferente, donde los niños no sean solo mercancía.Toma valores.

Y, rebuscando, podría seguir, aunque no hay muchos casos. En el mundo del fútbol, lo que prima es el dinero, acumular ingentes cantidades de él, para no sé qué, jugar allá donde paguen más. Y que conste que me no critico a los jugadores, que no son más que personas. Allá cada uno con sus ideas y forma de vivir, pero con lo que no puedo es con el babeo y peloteo de muchísimos periodistas hacia los jugadores de fútbol, a los que idolatran, sobre todo cuando juegan bien, y a los que asignan unos valores de los que en realidad carecen. Déjenlos en paz. No son santurrones. Se dedican a pegarle patadas a un balón, y poco más. Señores periodistas, si quieren hablar de valores, no hablen del Madriz, ni del Barcelona. Dediquen su tiempo a gente como Drogba, Kanouté o Poves.


miércoles, 13 de junio de 2018

Africanos del norte

Ayer asistí a la presentación del II Informe del Observatorio de Desigualdad de Andalucía, en la preciosa Casa de las Sirenas, en la Alameda de Hércules de Sevilla. El Observatorio de la Desigualdad de Andalucía (ODA) es "una plataforma abierta y plural de colectivos, entidades, grupos de investigación y personas interesadas en colaborar en el análisis de las desigualdades existentes en Andalucía y en contribuir a la difusión, divulgación, y construccióncolectiva de propuestas para reducirlas". Cada año tienen intención de presentar un informe sobre la desigualdad en nuestra comunidad autónoma. En este II Informe, han centrado "la atención en algunos de los problemas que -relacionados con la falta de cohesión social, la discriminación y la pobreza- están afectando a las condiciones de vida de buena parte de la población residente en Andalucía".

La mañana se presentaba primaveral, con la ciudad espectacular, como suele lucir en esta estación. Una mañana de esas en las que parece que todo está de estreno, nuevo, lleno de colory brillo. Llegué a la sala donde se celebraba el acto con un cuartito de hora de retraso, y me encontré con un espacio lleno a rebosar de asistentes: gente de distintas asociaciones, medios de comunicación, universitarios... Hablaba Juan Torres, autor del prólogo del informe, sobre desigualdad, haciendo hincapié en el aspecto medioambiental del tema, de cómo el agotamiento de recursos a que estamos sometiendo al planeta es el problema más importante que tenemos sobre la mesa, de cómo esta circunstancia no hará más que aumentar, a su vez, la desigualdad.

 
Luego habló la profesora Mª Carmen López, de la Universidad Loyola Andalucía, que hizo un breve resumen del informe, que consta de 7 capítulos en los que se tratan temas tan variados e interesantes como las desigualdades territoriales en España, la lucha contra el fraude o la robotización y el empleo. Me pareció muy interesante el planteamiento que hizo en cuanto a la medición del progreso, presentando una alternativa al PIB per cápita, llamada Índice de Progreso Social, ideado por la organización Social Progress Imperative. Este índice tiene en cuenta, al contrario que la renta per cápita, no solo el aspecto puramente económico, sino otros elementos muy importantes en nuestro bienestar como la nutrición, la salud o la educación. Fue curioso constatar que, según la renta per cápita, Andalucía es la penúltima comunidad en España. Según el Índice de Progreso Social, la última.

Pero lo mejor vino con la ponencia del profesor Manuel Delgado, de la Universidad de Sevilla, autor del capítulo Extractivismo y Sostenibilidad. Andalucía en la División Territorial del Trabajo, en el que aborda, entre otros asuntos, la diferencia entre las economías de las distintas comunidades autónomas que componen España. En la charla habló de cómo las economías de Madrid, País Vasco y Cataluña, suponen casi la mitad del PIB español y, sin embargo, tan solo suministran el 3 % de las materias primas y la energía del país. Por el otro lado, Andalucía es la comunidad que más materias primas y energía suministra (19 %), siendo su PIB tan solo el 13 % del total del país, muy inferior a la población, que representa el 18 % de la total española. La diferencia entre la riqueza que produce y lo que suministra es, pues negativa, como se puede ver en la figura siguiente.



¿Y qué significan estos números tan farragosos? Pues, básicamente, que somos los africanos de España, salvando las distancias, claro está. Nuestra economía produce o suministra materias primas y energía a otras comunidades para que estas manufacturen productos más complejos y rentables. Andalucía añade poco valor a sus recursos, de forma que la riqueza que podríamos generar se va a otras comunidades de economías más especializadas y diversificadas, como Madrid, País Vasco o Cataluña. El profesor Delgado comentó que prefería hablar de "comunidades enriquecidas", más que de "comunidades ricas". Son ricas, sí, pero a costa de exprimir a las más pobres. ¿Os suena la historia?

Otro comentario que me pareció interesante, y a la vez desolador, es el que hizo sobre el vertedero de fosfoyesos situado en la desembocadura del Odiel, en Huelva, el mayor caso de contaminación industrial de Europa. Contaba el profesor Delgado que en los años 90, un miembro del Banco Mundial explicó que, en el caso de la ubicación de los vertederos, lo más rentable económicamente era situarlos en zonas de poca riqueza, con bajos salarios. Así se garantizaba que las pérdidas económicas derivadas de las consecuencias del vertedero serían menores. Y allí están las balsas de fosfoyesos, en Huelva. Asqueroso, ¿no?



Algunos de los autores del informe llevan décadas estudiando estos temas, conociendo estos números. Y lo que más me sorprende es que, llevando el mismo partido más de tres décadas en el gobierno autonómico, no ha conseguido cambiar esta circunstancia: Andalucía sigue siendo una África del norte, un pequeño continente del que las regiones más ricas de España siguen extrayendo recursos, ya sean materiales o personales. Y no las culpo. Son más listas, más inteligentes, y han conseguido ser las más ricas, sin tener los recursos suficientes. ¿A qué se han dedicado nuestros gobernantes estos más de 30 años? ¿Qué plan tienen para los próximos 30? Visto lo visto, me temo que ninguno. Seguiremos siendo los africanos del norte.


viernes, 4 de mayo de 2018

La selección española

No, no voy a hablar de esos muchachos que ganan un pastizal por pegarle patadas a una pelota, mientras visten una camiseta roja, de cuyos valores, desconocidos para mí, hablan todos los periodistas y políticos, sobre todo en épocas de bonanza, cuando ganan títulos.

De lo que voy a escribir es de la peculiar capacidad patria de poner en los puestos de más poder y enjundia a las personas menos adecuadas para ello. La selección española se caracteriza por pensar más en el ser que en el hacer. En la balanza de la selección española pesa más quién eres que lo que haces. Tus apellidos por encima de tus experiencias. Tus títulos nobiliarios por delante de los educativos. Mejor si eres un chupaculos que una persona sincera. Mejor el "sí, bwuana" que el "no estoy de acuerdo". En nuestro país cuentan más tus años en el partido que los que te hayas pasado operando a corazón abierto. Si has mostrado algún asomo de rebeldía y contestación no llegarás nunca arriba. Ni en política, ni en la universidad, ni en la empresa privada. A continuación, algunos ejemplos.


Cristina Cifuentes. Cómo no, la expresidenta madrileña tenía que aparecer en estas líneas. No dudamos de su capacidad, formación y experiencia, aunque sus ascensos apestan a "te promocionamos porque eres de los nuestros". Licenciada en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), se afilia a Alianza Popular en 1980, ¡con dieciséis añitos! En 1990 ingresa como funcionaria en la UCM, pero, ay, justo al año siguiente obtiene escaño en la Asamblea de la Comunidad de Madrid y comienza su andadura de interminables cargos políticos. En 2012, cuando ya estaba el vídeo del "episodio" de las cremas en algún cajón de Génova, Rajoy la nombra Delegada del Gobierno en Madrid. ¿Qué méritos tenía Cifuentes para ser Delegada del Gobierno? ¿Sus 32 años en el partido? Experiencia laboral, poca, o ninguna. Trayectoria profesional, escasita. Conocimientos de extracción gratuita de productos de belleza en supermercados, bastantes. Auténtica selección española.


Ricardo González. El famoso juez discrepante de la sentencia de La Manada. El tipo que pedía la absolución de los cinco acusados. Los cinco "valientes" que acorralaron a una chavala de 18 años en un portal durante los Sanfermines de 2016 y la violaron sexualmente de forma continuada y repetida. Este tipejo, en su escrito en la sentencia, dijo, entre otras perlas, cosas como que, en los vídeos grabados por los acusados, sólo observa a cinco varones y una mujer practicando "actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo". Personas como este juez llegan a sus puestos tras aprobar unas duras oposiciones en las que tienen que estudiar, de memoria, la ley, y poco más. No les piden una trayectoria que demuestre conocimiento de la sociedad. Ni sensibilidad. Ni empatía. Una persona con treintaypocos años, que lleva estudiando desde su niñez, y lleva encerrada en una habitación, estudiando, unos cuantos años tras haber terminado la carrera, aprueba unas oposiciones y se pone a impartir justicia. Sin más. Justicia, nada más y nada menos. Dictando sentencias que condicionan las vidas de muchas personas, sin haber casi vivido la suya. Auténtica selección española.


Susana Díaz. La presidenta de la Junta de Andalucía es licenciada en Derecho por la Universidad de Sevilla. Según dicen en Wikipedia, tardó diez años en obtener el título porque tuvo que compatibilizar los estudios con trabajos esporádicos de clases particulares y venta de cosméticos a domicilio. Quizás podría haber asesorado a Cifuentes y no habría tenido que robar en el Eroski. Ingresó con 17 añitos en las Juventudes Socialistas, casi como hizo su ex-colega madrileña. A partir de aquí, todo es política. Parlamentaria andaluza, diputada nacional, senadora, consejera, secretaria general... hasta que, en 2013, llega a la presidencia de la Junta de Andalucía, tras unas polémicas primarias socialistas, en las que ganó tras un dedazo del anterior presidente, Griñán. Experiencia laboral casi nula. Méritos profesionales, desconocidos. Idiomas, seguro que inglés nivel medio, hablado y escrito, como todos los españoles. Bullshit. Auténtica selección española.


Y podríamos seguir indefinidamente. Vivimos en un país que no premia el mérito y la experiencia, sino el empolle memorístico y chupamiento de traseros. Que no fomenta la innovación y la investigación, sino el papanatismo partidista y el inmovilismo de la administración. Somos el país donde los jueces se dedican a hacer política y los políticos a juzgar a los jueces. Donde la gente dimite por un vídeo de un hurto, y no por un título falso. El país de los misteriosos currículum menguantes de muchos políticos. Y esta gente que colocamos en los puestos de poder, por ser quienes son, y no por lo que han hecho en su vida, son los que deciden sobre las nuestras. Así nos va.

martes, 24 de abril de 2018

No, no hay que salvar el planeta

El pasado domingo fue el Día de la Tierra. Como tantas otras veces, pudimos escuchar o leer el mensaje más repetido de "Salvemos el planeta". Es un mensaje que, cada vez más, me chirría y me molesta. Por su prepotencia, por su antropocentismo.

Vivimos en el antropoceno, época geológica propuesta por parte de la comunidad científica para definir el momento en que vivimos, en el que el impacto de las actividades humanas sobre los ecosistemas terrestres está siendo tan significativo. Hay otros científicos que opinan que esta es una definición más política que geológica, y todavía no hay una declaración "oficial" sobre el asunto, pero es evidente que el planeta está cambiando, y mucho, "gracias" a nuestra existencia.


Pero de ahí a decir que la lucha contra el cambio climático debe tener como objetivo la salvación del planeta hay un mundo. Hace poco leí un artículo en la revista National Geographic sobre la recuperación de la ciudad de Alepo, en Siria, después de la guerra. Esta ciudad, la más poblada de Siria, con más de 4 millones de habitantes antes del comienzo del conflicto, fue recuperada por el gobierno hace poco más de un año y lucha desde entonces por volver a la normalidad. En el artículo se ven fotos de edificios destruidos, calles arrasadas y montañas de escombros. Pero me llama la atención la presencia, serena y majestuosa, de ordenadas filas de árboles con su joven y lozano follaje de primavera en pleno crecimiento. Por ellos no parece haber pasado la guerra, parecen recuperados de los impactos que han podido recibir, de balas, de obuses, de armas químicas.


Hay una foto que me impactó especialmente. En ella se ve el Parque Público de Alepo, sin rastro de la guerra. Se ve una calle asfaltada, flanqueada por bordillos de adoquines y bancos de hierro y madera. Hay gente sentada en ellos, y también en sillas de plástico. Parecen disfrutar de una tarde tranquila. Unos charlan, otros fuman en cachimba. Se respira paz bajo la sombra de la tupida vegetación, que parece haber resistido de forma heroica, los duros y violentos años de esta interminable guerra.

 
Y cuando veo estas fotos, estas imágenes de calles destruidas con árboles sanos, vivos, que continúan creciendo, con enérgica tozudez, soy consciente de la tremenda fuerza de la naturaleza, de su inercia llena de vida, y de lo poco que le importan nuestras actividades, ya sean tiempos de guerra o de paz.


Creo que el mensaje de los ecologistas, o de muchos de ellos, yerra cuando habla de "salvar el planeta". Centra la lucha contra el cambio climático en el objetivo de evitar el daño sobre la Tierra, casi por motivos morales o ideológicos, cuando los que en realidad nos jugamos la existencia en todo esto somos nosotros, la humanidad. Al planeta le da igual nuestra actividad o nuestro impacto, hablando en plata. Los animales, los ecosistemas se adaptarán a la nueva situación. Algunas, seguramente muchas, especies, desaparecerán, pero, en términos geológicos, no seremos más que un episodio más en esta larga película que es la existencia del planeta azul, que nos sobrevivirá, seguro. Los que lo tenemos crudo somos nosotros. Los que podemos desaparecer, en una especie de suicidio colectivo sinsentido, somos nosotros. Por eso, no, no hay que salvar el planeta. Nos tenemos que salvar a nosotros mismos.

jueves, 5 de abril de 2018

Sayonara, Whatsapp

Ya hace quince días que tengo el móvil en el taller, los mismos días que llevo sin la celebérrima aplicación de mensajería instantánea llamada Whatsapp. El "patatófono" que estoy usando como sustituto no tiene capacidad para manejar la ingente cantidad de información que gestiona Whatsapp, así que estoy en una especie de "barbecho whatsappero".

Los primeros días fueron difíciles. Como si de una desintoxicación se tratara, me sentía incómodo, vacío, falto de algo, con síndrome de abstinencia. Miraba el móvil sustituto, buscando la lucecita blanca que, en la esquina superior derecha del móvil defenestrado, me anunciaba la llegada a mi bandeja de entrada de algún mensaje de algún amigo-contacto. Lo sé, me estoy perdiendo los mejores memes, los últimos vídeos semanasanteros. Las mejores chorradas sobre el asunto Cifuentes. El sempiterno negro de Whatsapp.


Pero, curiosamente, a los pocos días de comenzar el "tratamiento" se me empezó a quitar el "mono" y todo fue a mejor. Dejé de mirar el móvil cada dos por tres. Comencé a estar en lo que hacía, sin interrupciones. Ya no mandaba whatsapps mientras veía una peli. No miraba el móvil mientras le daba de comer a mi niña. No iba por la calle mirando una pantallita, poniendo en riesgo mi integridad física.

Así que, el otro día, en un momento de lucidez, mientras reflexionaba sobre todo este proceso de desintoxicación whatsappera pensé: "mi vida ha mejorado desde que no tengo Whatsapp, ¿por qué no me quito?" Ahí fue cuando decidí probar a dejarlo, a ver qué sucedía.


No niego la utilidad de la, por otro lado, demoníaca aplicación que nos tiene secuestrados a todos. Nos permite crear grupos para organizar diversas actividades, grupos en los que, a la vez, se pierde mucho el tiempo en tonterías y gilipolleces varias. Nos da la posibilidad de estar en contacto con gente a la que no podemos ver, por la distancia, pero la realidad es que apenas lo uso para eso. Nos da acceso a relacionarnos con mucha gente, pero no llegamos a profundizar con casi nadie, en realidad. ¿Con cuántos nos vemos, nos tomamos un café, mantenemos el contacto físico?

Me acordaba el otro día de una amiga valenciana que vive en Madrid. La tengo en whatsapp, y en Facebook, y nos escribimos, de vez en cuando. De todos mis amigos "lejanos" -lejanos por la distancia que nos separa- es a la que más veo. Poco, por otra parte, una vez cada dos años, un café, una comida, y poco más. Sin embargo, son estos ratitos los que mantienen la cercanía y la complicidad, y no los mensajes que nos enviamos por Whatsapp. Ratitos en los que nos vemos, escuchamos nuestras voces, nuestras risas, el ruido que hacemos al comer.


En estas dos semanas que llevo sin la aplicación he recibido más llamadas que en los 6 meses anteriores, seguramente. Y me ha gustado la experiencia. Hablar con amigos, ir al grano, no marear la perdiz, no cambiar mil veces de plan... son sensaciones que creía perdidas. Ir andando por la calle y no hacer nada más. Ver la tele, leer, comer sin interrupciones. Ufff, ha sido todo un subidón y por eso he decidido que voy a probar a volver a la vida sin mensajes instantáneos. Seguiré siendo accesible, por teléfono o por mail, a la antigua usanza. Incluso podéis venir a verme a casa, como hacíamos antaño. También seguiré en Facebook, por ahora. Pero voy a intentar vivir sin la aplicación esa que, además, le regala nuestros datos al mejor postor. Así que, parafraseando al exgobernador de California, Sayonara, Whatsapp.

viernes, 23 de marzo de 2018

¡Es un escándalo, en la universidad se trapichea!

En una de las escenas más memorables del cine, en la película Casablanca, de los hermanos Marx, el capitán Renault ordena cerrar el café de Rick Blaine, interpretado por Humphrey Bogart. Éste, estupefacto, le pregunta al capitán, cliente habitual del establecimiento, por el motivo del cierre. La respuesta de Renault, una de las más recordadas en Hollywood: "¡Qué escándalo! He descubierto que aquí se juega".

Estos días, a raíz del asunto del máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, me he acordado mucho de esta escena, ante la multitud de expertos y tertulianos escandalizados por el tema. También he recordado mis años de universidad y mi experiencia como alumno de máster. Y no entiendo a qué viene tanto escándalo, la verdad.

A todos los que están diciendo que esto no representa a la universidad en España, que es una raya en el agua, un grano en la arena de la playa, les puedo decir que no. No sé si es extensible a toda la geografía universitaria española, pero, según mi experiencia y la de muchos amigos, la universidad es, en gran parte, cutre, antigua, endogámica y clientelar. Enemiga de lo nuevo, de lo que viene de fuera. Lenta en sus reacciones, tendente a echar tierra sobre los problemas, más que a solucionarlos. Os puedo hablar de las dinastías que siguen funcionando en la escuela que estudié, la de Arquitectura de la Universidad de Sevilla. Cómo, misteriosamente, aparecen los hijos de algunos profesores como asociados en sus propios departamentos. No dudo de su valía, pero, ¿no había sitio en otra universidad, que han tenido que quedarse en la de sus progenitores para así alimentar las sospechas de tongo de gente tan desconfiada como yo?


En cuanto a lo de los másteres, os cuento mi experiencia. Sí, lo confieso, soy máster, no del universo, pero sí por la Universidad Politécnica de Madrid. Pero empecemos por el principio. Hace unos 10 años me matriculé en un máster de la Universidad de Sevilla. "Ciudad y Arquitectura Sostenibles", creo que se llamaba. En las dos primeras semanas de clases asistí a una serie de charlas en general bastante aburridas, algunas poco o nada relacionadas con el título del máster. Algunos parecían haber venido a "hablar de su libro". Otros parecían pasar por allí, a hacer caja. El colmo fue cuando una profesora a la que conocía, especialmente incompetente, se puso a hablarnos de los contenedores de reciclaje: el azul para el papel, el amarillo para los envases... En ese momento, decidí que aquello no era para mí y cancelé la matrícula.


Tras esta amarga experiencia, y después de mucho buscar, me matriculé en otro máster. Era el comienzo de la crisis y nos vendieron que había que formarse, reciclarse, para ser más competitivos en el mercado laboral. Esta vez se llamaba "Medio Ambiente y Arquitectura Bioclimática", de la Universidad Politécnica de Madrid, un máster de prestigio, eso me dijeron. Por 6.000 € de nada estuve yendo durante un curso a Málaga, todos los fines de semana. Sí, se impartía allí. Éramos como la sucursal sureña de la UPM, como si de un Starbucks se tratara. Los módulos se fueron sucediendo a lo largo del curso, con más o menos acierto, con mejores y peores ponentes, con poca profundidad en la temática, en general. Lo peor llegó con el Trabajo Fin de Máster, en el que nos soltaron como barcos a la deriva. Mal dirigido, apenas tutorizado. La sorpresa final vino cuando, tras felicitarme mi tutora por el trabajo realizado (tres veces creo que me vio, en unos 9 meses que estuve trabajando en el tema), el tribunal que me califica me planta un 6,5 de nota. Pregunté, critiqué, intenté averiguar el porqué de la contradicción. Todavía estoy esperando una respuesta.


Cutrez es la sensación que siempre he tenido con la universidad en Sevilla, y supongo que también con la española. No digo que sea generalizada, pero está muy extendida. Y es evidente que hay una burbuja de másteres y cursos de postgrado que justifican la existencia de muchos profesores, además de engordar sus cuentas bancarias, aprovechándose de la falta de futuro laboral de muchísimos jóvenes, que creen necesario complementar su formación para poder acceder al desértico mercado laboral español. Másteres como el que parecen haber regalado a Cifuentes, montados más como negocio que como lo que realmente deberían ser. Mal atendidos por profesores que, estirando la dimensión del tiempo, se multiplican en cursos de postgrado y direcciones de tesis, sin profundizar realmente en su trabajo, haciendo caja, principalmente. Incluso podría hablarse de una especie de "burbuja doctoral", como explican en este artículo de El Mundo.


Por todo esto, lo del máster de Cifuentes, si se confirma que ha sido tongo, no me extraña nada. Y que no digan que es cosa de la Universidad Juan Carlos I. Si se pusieran a investigar, sacarían mucha porquería de debajo de las doctas alfombras de nuestras magnas universidades patrias. Enchufes, endogamia, investigaciones falseadas, favoritismos, peleas entre departamentos...Algo que muchos periodistas podrían hacer, en vez de dedicar el tiempo a hablar de que nieva en invierno o de que a Cristiano Ronaldo se le ha roto una uña.


jueves, 15 de marzo de 2018

Mucha mierda

"Mucha mierda". Con esta expresión se desean suerte los actores y las actrices cuando están entre bambalinas, con los nervios propios de la profesión. Pero no voy a hablar de esto, aunque sí de mierda. De la que producimos cada día y de cómo la estamos gestionando, de forma nefasta para el planeta. Y para nosotros.

Hace algunas semanas, mi mujer se encontró a mi hija contemplando ensimismada la basura. Tenía el dedo manchado de papilla, papilla que yo había tirado el día anterior. Con sus ojos enormes, escrutadores, inteligentes, le preguntó a su madre: "¿Por qué habéis tirado la papilla? Está buena." Cuando mi media naranja me lo contó, yo acababa de leer un artículo en El País Semanal que se titulaba "La basura nos devora", en el que se hablaba de los residuos que produce la humanidad y de cómo se están convirtiendo en un problema. Y algo me hizo clic en la cabeza.


No voy a entrar en detalles, ni os voy a marear con números. El artículo lo leí hace dos meses y mis neuronas cuarentonas ya no retienen tanto como antaño. Pero sí que os voy a compartir algunas ideas que pude almacenar porque me llamaron la atención. La ciudad que más basura por habitante produce del mundo es Nueva York. Sí, Manhattan, tan moderna, tan cosmopolita, está enterrada en mierda. Es una basura heterogénea, con plásticos, metal, madera y materia orgánica entre sus principales ingredientes. Frente a esto, en la ciudad de Lagos, en Nigeria, la cantidad de basura por habitante es significativamente inferior, y la presencia de materia orgánica, restos de comida, es prácticamente inexistente. Es curioso,¿no? En sociedades más desarrolladas se tira de todo: aparatos que ya no funcionan, ropa obsoleta,  móviles desactualizados, comida que sobra... En países en desarrollo, o directamente subdesarrollados, solo se desecha lo que de verdad no sirve. Y en esa calificación no entran nunca los alimentos. No se lo pueden permitir.

Casualidades de la vida, hace poco me topé con otro artículo que hablaba de la basura espacial. Sí, queridos lectores, también estamos llenando de mierda el espacio exterior. Así de chulos somos. Por lo visto, desde que en 1957 Rusia lanzó el primer Sputnik, hemos conseguido que más de 7.000 toneladas de chatarra espacial vuelen alrededor de nuestro planeta, como un halo de porquería humana, una diadema galática de inmundicias metálicas.


En noviembre de 2015, durante dos semanas cayeron restos de esta basura en diversos puntos de nuestro país: Cuenca, Alicante, Murcia... Había fragmentos de varios centímetros y también piezas de 4 m de diámetro. Pedazos de basura espacial que reentraron en nuestro planeta. Una auténtica lluvia de chatarra que no es, para nada, inusual. De hecho, la NASA ha registrado, desde hace años, una media de una pieza caída cada día, entre 50 y 100 toneladas al año.

Los riesgos derivados de la presencia de esta basura son múltiples. Daños a personas o edificios, si caen sobre la Tierra. Lío tremendo si, por ejemplo, chocan con otro satélite o la mismísima Estación Espacial Internacional. Alguna vez se ha visto algún fragmento flotando a escasos metros de ella. ¿Se está haciendo algo al respecto? Poca cosa, más allá de una norma internacional auspiciada por la ONU que no es de obligado cumplimiento. Teóricamente, los operadores de los satélites deberían dejar una reserva de combustible para reenviarlos a la Tierra una vez han agotado su vida útil, pero, oh sorpresa, no lo hacen. De hecho, en algunas ocasiones usan ese combustible sobrante para alejar los satélites de telecomunicaciones obsoletos a órbitas más lejanas para dejar sitio a los nuevos. Las posiciones en la órbita llamada GEO en la que trabajan son caras y codiciadas. Es la versión espacial de meter la porquería bajo la alfombra. Que limpien otros.


Resumiendo, podríamos decir que, poco a poco, año tras año, nos estamos enterrando en basura. Y no hay visos de cambio. Una vez más, la humanidad procrastina. Como con la igualdad de género. Como con la sostenibilidad del sistema de pensiones. Como con el cambio climático. Así que solo me queda desearnos a todos mucha mierda con este asunto.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Turismo de calidad

Terminó FITUR hace ya un par de semanas y no deja de sonar en mi cabeza una frase muy repetida por nuestros políticos, los rojos, los azules, los naranjas. Los de la izquierda, los de la derecha, los indeterminados. La frase terminaba, su comienzo variaba, más o menos con las siguientes palabras "turismo de calidad".

Tenemos que atraer un turismo de calidad. Lo que interesa ahora es el turismo de calidad. La calidad en el turismo es lo que más nos importa. Y yo me dije, cuando los oí, ¿y qué será eso del "turismo de calidad"?

Investigando, profundizando y escuchando a nuestros políticos, rojos, azules, morados, me dí cuenta de que no se atrevían a hablar claro, pero creo que entendí el mensaje. Turismo de calidad = gente con pasta. Básicamente. Hablando en plata. Gente del taco. Gente de posibles. Gente de cuentas holgadas. Gente con su dinero en los paraísos. Fiscales, claro está.

Y no puedo estar más de acuerdo. Ya está bien de mochileros y perro-flautas que nos invanden nuestras sevillanas calles con sus liendres y malos modales. No queremos más limpiadoras de Reino Unido paseando nuestros magníficos Alcázares. Que no vengan más obreros alemanes, que lo único que hacen es beber cerveza barata.

Lo que queremos es que nuestro peatonal centro se llene de bolsos de Gucci y Louis Vuitton. De mujeres con zapatos de 200 € y 10 cm de tacón que se dejen sus venerables dineros en El Corte Inglés. De hombres que vacíen su abultada cartera en Robles, o en el Hotel Alfonso XIII. Basta ya de gente tiesa y maloliente, que no tienen ni para unos buenos carabineros, como debe ser.

Que dejen de venir a nuestra señorial ciudad en esos aviones irlandeses que parecen latas de melva en aceite de oliva. Con sus mochilas del Decathlón, y sus chándales de mercadillo. Queremos gente que vista de Adolfo Domínguez, Armani o Dolce&Gabbana. Nada de Zara o H&M. Y, por favor, los que compren en Primark, que ni piensen en venir por aquí.

Sevilla, Andalucía, se merece mucho más. Los que, por flojos y poco soñadores, no han podido pasar de clase media, que se queden en casa. Haber luchado más, que el capitalismo ofrece oportunidades para que todos seamos del taco. Que se vayan de vacaciones al parque. Que pasen el verano en la piscina municipal. Que organicen una excursión al campo, con sus mantitas y sus bocadillos envueltos en papel de aluminio. Pero que no se les pase por la cabeza si quiera coger un avión. Aquí, en Andalucía, tierra de acogida donde las haya, nos merecemos a la gente de parné, con estilo, con caché. Ni más, ni menos.

Aporofobia: odio, miedo, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el que no tiene recursos o el que está desamparado.


viernes, 12 de enero de 2018

Problemas de ricos

Hace poco, leí un artículo en eldiario.es, de una mamá, creo que separada, en el que habla de sus penurias como progenitora. El texto en cuestión tiene el sugerente título de "He tenido una hija, pero no aguanto ni una tarde de parque". Toma ya.

El artículo habla de las frustaciones que mucha gente sufre cuando descubren que tener un hijo te corta las alas, pierdes libertad. Ya no puedes salir cuando quieres, ir a donde te apetece cuando te apetece, dormir hasta donde tu cuerpo aguante... Descubren, con sorpresa, que un hijo necesita de atenciones y cuidado constantes. No sé, quizás creían que iba a ser como tener un gato, que se limpia solo, que se cuida solo si te vas de escapada un fin de semana. Basta con dejarle comida y agua, que ya se apañará.

La autora del artículo habla de sus ratos en el parque con su hija como si estuviera en la cárcel, prácticamente. También relata una "grata" velada en un restaurante con su hija y otra pareja con gemelas, en la que los pobres niños acaban abducidos por las pantallas de los móviles de sus padres, que optan por esta forma tan de moda de tener a los niños "entretenidos", para poder hacer sus cosas de adultos.

No sé. El artículo me dejó un poco perplejo. ¿Qué pensaba esta mujer cuando se metió en el lío de tener un hijo? ¿Creía que iba a poder seguir con su vida tal cual? ¿Que era como tener una mascota? Vivimos en la época del yo-yo. Mi bienestar es lo más importante. Yo. Tengo derecho a ser feliz. Yo. Mi felicidad implica hacer lo que me apetezca en todo momento. Yo. Salir, entrar, viajar... Y si no conseguimos a esto, llegan las frustaciones.

Querida María, que así se llama la frustrada mamá, como a tí, no me gustan, a priori, los parques, menos los infantiles. Nunca me han gustado los niños. De hecho, y a pesar de que tengo una niña de casi 4 años, siguen sin gustarme. Mi niña, sí, la quiero con locura. Pero no por ser niña, sino por ser mi niña. Cada minuto que estoy en el parque con ella, lo disfruto. Porque la veo feliz, porque me hace reír. Porque, gracias a ella, dejo el móvil en casa, para no distraerme de esos ratos que paso con ella, que disfruto, y que sé que recordaré con mucho cariño cuando todo esto pase.

Mi mujer y yo tenemos que hacer, muchas veces, malabares para hacer nuestras "cosas de adultos". No tenemos mucha ayuda familiar, por diversos motivos, ni tampoco dinero para pagar canguros. Pero bueno, nos apañamos. No salimos mucho sin la niña, pero podríamos hacerlo de vez en cuando si quisiéramos. Es cuestión de organizarse. Te quejas, querida María, de que no puedes ir a restaurantes con la niña, porque la lía. Pues te propongo una solución muy sencilla, no lo hagas. Organízate, déjala con alguien (siempre hay alguien, es cuestión de darle al coco), y sal a cenar en plan adulto, lo disfrutarás. No te empeñes en algo que no funciona.

Cuando leo o escucho relatos como el de María, de padres y madres frustrados y frustradas (Dios, odio el lenguaje inclusivo) porque no pueden, oh my god, ir a cenar, o al cine, o viajar como antes, porque han tenido hijos, me da un poco la risa. Primero, porque no entiendo en qué pensaban que consistía la paternidad o la maternidad. Segundo, porque las frustaciones que tienen me parecen "problemas de ricos". No hablan de problemas como que su hijo tiene una enfermedad grave, o que no tienen dinero para comprarle ropa, o para pagar la guardería. Suele ser gente que tiene medios para criar a sus hijos sin problema. O para pagar un canguro. Pero se empeñan en amargarse la vida, porque se les ha complicado un poco.

Así que, queridas padres y madres modernos y modernas, quitaos esas gafas de inmadurez, bajad a la tierra, y disfrutad de vuestros hijos. No es tan complicado.