martes, 27 de junio de 2017

Los médicos

Así llamaban en el pueblo de mi padre, una suerte de Macondo del Valle de los Pedroches, a unas encinas centenarias bajo las que se cobijaban los labriegos para curarse los males derivados de la dureza de las labores del campo. Los llamaban "los médicos" porque, después de un rato disfrutando del frescor de sus enormes y tupidas sombras, los agricultores salían como nuevos, libres de polvo y paja, sanos como manzanas.

No sé, supongo que de ahí le venía a mi padre su amor por la naturaleza. Quiero pensar que en esos ratos debajo de esas encinas, éstas le transmitieron algún tipo de energía que le conectó con la madre tierra ya para toda la vida. Mi padre no era un ecologista, ni mucho menos. Su amor por las plantas, los árboles, los pájaros, era genuino, fruto de la convivencia, y del conocimiento. Ir por el campo con él era un verdadero disfrute. Conocía cada planta y qué se podía hacer con ella. Cada seta, cada pájaro. Cada árbol. Y supongo que algo de todo ello también me ha llegado a mí. Esa energía de "los médicos" de su pueblo. Aunque nunca le llegaré ni a la suela de los zapatos.

Cada vez que llega el verano y comienza la temporada de los incendios en nuestra seca pero todavía bella península me entra una pena que me dura toda la estación. Pena que me llega a trompicones, a saltos, con cada incendio, con cada imagen de bosques calcinados, de animales muertos, de campos que pasan del verde al negro en cuestión de horas. Y el incendio de Moguer no ha sido menos.

Conozco la zona. Y me encanta. En otras épocas de mi vida he frecuentado las maravillosas playas que hay entre Mazagón y Matalascañas: Cuesta Maneli, El Pico del Loro... He comido alguna vez en el chiringuito el Pichilín. He visitado muchas veces el Acebuche, y también el Acebrón. Amo Doñana, un lugar único en Europa, que tenemos aquí al lado, a la vuelta de la esquina. Un lugar muy amado, pero también muy olvidado y maltratado

Cuando hace poco ví el programa Salvados dedicado al desastre de la gestión del agua en torno al Parque Nacional de Doñana, me entró también mucha pena. Pena de ver cómo, ante la dejación de las autoridades competentes (la Junta, principalmente), este maravilloso espacio natural está siendo rodeado por un innumerable ejército de pozos ilegales, invernaderos sin licencia y vertederos de plásticos. Instalaciones todas ellas hechas de cualquier manera, sin las más mínimas condiciones de seguridad y salubridad. Y no me ha sorprendido nada lo del incendio. 
Sorprende más, quizás, que no haya ocurrido antes. También sorprende que, un gobierno autónomico, que lleva décadas en manos de un mismo partido, que se dice sensible a los problemas medioambientales, haya dejado que Doñana se deteriore hasta el punto de que esté a nada de ingresar en la Lista de Patrimonio en Peligro de la Unesco, si la situación no se remedia de aquí a febrero de 2018. Y eso es pasado mañana.

El incendio ya ha sido controlado. Sin daños humanos. Y con solo una lincesa muerta. Y algunos camaleones "chamuscados". Poca cosa para lo que podría haber pasado. Ya hemos escuchado a los políticos vociferar que los culpables serán castigados, cuando, según Greenpeace, el 40 % de los incendios no se llegan a conocer las causas. Que no se recalificará ni un solo metro cuadrado, cuando algo así, con la legislación actual en la mano, es practicamente imposible. Ya hemos visto la ola de solidaridad que suele suceder a este tipo de sucesos. Ya hemos asistido a la gran cantidad de lacrimógenos minutos que han dedicado las televisiones a tan trágico acontecimiento.

Luego pasará el tiempo, y veremos cómo todo sigue igual. Cómo el único partido ecologista que hay en España recibe un número testimonial de votos de esta sociedad que tanto ama a Doñana, imposibilitando que propongan y promuevan leyes y políticas que mejoren la gestión de los espacios naturales. Cómo sigue destinándose más dinero a la protección contraincendios que a la prevención mediante una óptima gestión de los montes públicos, donde se ubican muchos de nuestros bosques. Cómo seguimos comprando fresas sin importarnos si vienen de productores legales y/o ecológicos. Cómo se siguen gestionando muchos bosques como si fueran campos de trigo, con monocultivos de árboles de rápido crecimiento y rentabilidad, pero también muy combustibles.

Incendios ha habido siempre. Y los seguirá habiendo. Pero serán más virulentos con el cambio climático, como ya estamos viendo y padeciendo. Y más frecuentes, dada la pésima gestión de nuestros bosques y la gran presión que la actividad humana ejerce sobre estos espacios naturales. O nos ponemos las pilas o nos vamos a quedar viviendo en un desierto. Quizás tengan que venir de fuera a darnos un par de hostias para que reaccionemos. Ya ocurrió con el millonario suizo Luc Hoffman, que consiguió el dinero para comprar las primeras 6.974 hectáreas de marisma que fueron el embrión de Doñana, allá por los años 60 del siglo pasado. Lástima que muriera hace casi un año.

miércoles, 21 de junio de 2017

La letra con aire entra

O esto parecen decirnos nuestros gobernantes como solución a los problemas de calor en los edificios de nuestro maravilloso, según ellos, sistema educativo andaluz. ¡Pongamos splits en cada rincón de nuestros colegios e institutos! ¡Llenemos sus fachadas y azoteas de preciosas máquinas condensadoras! ¡Escupamos, vomitemos calor a los patios donde luego jugarán nuestros niños!

En las últimas semanas el tema del calor en las aulas de los escolares andaluces ha ocupado muchos minutos en televisiones y radios, e innumerables páginas en los periódicos. Y, aunque no los frecuento, estoy seguro de que los tertulianos, opinadores profesionales de todo y sabedores de nada, también se habrán llenado sus fauces con este problema, aparentemente novedoso, por otra parte antiguo. Todos ellos montando el pitote, exagerando, alarmando a la plebe.

Recuerdo los veranos en mi casa, cuando mi padre iba como loco, a eso de las 10 de la mañana, cerrando ventanas y contraventanas, dejando la casa en penumbra, luchando contra mi madre, que quería que entrara aire en la casa, agobiada por el calor. Mi padre no hacía más que lo que había visto en su pueblo, de una zona también calurosa de nuestra tierra, donde la gente cerraba sus casas a cal y canto para evitar que, durante las horas de más calor, entrara la flama. Qué palabra tan bonita, ¿verdad?

También recuerdo mi colegio, ni mejor ni peor que los de ahora, y carente de equipo climatizador alguno, pero rodeado de árboles que sombreaban su fachada, y con un gran porche cubierto en el que nos refugiábamos en las horas de más calor. Cabíamos todos. Y no recuerdo pasar calor como algo extraordinario. Se soportaba.

Y, rebuscando en mi memoria que ya supera los cuarenta años, revivo una Sevilla en la que había árboles y sombra en sus plazas y calles. El callejón del agua, con sus enredaderas, que refrescaban con solo mirarlas. La muralla del Alcázar, apenas visible entre la vegetación que la tapaba. El Palacio de San Telmo, oculto entre una celosía de árboles de porte generoso. ¿Eran falsos platanos? No recuerdo. Y cómo olvidar los inmensos ¿magnolios? que había en la Plaza de Cuba, donde habitaban cientos de estorninos que ponían banda sonora a las inclementes tardes del desastroso, climáticamente hablando, barrio de Los Remedios.
Teníamos multitud de herramientas para combatir las inclemencias de nuestro tórrido verano. Y las conocíamos bien. Y formaban parte de nuestra arquitectura: patios, macetas, fuentes, persianas de esparto... Ese maravilloso invento, de tecnología antigua y eterna, que es el botijo, no faltaba en ninguna casa, en ninguna obra, en ninguna gasolinera. Pero, desde no hace muchos años, desde que fuímos ricos, hemos cambiado todas estas técnicas, baratas y funcionales, por el "progreso" de las máquinas. Queremos vivir en unos eternos 20 ºC en verano, para poder ponernos una manguita larga en agosto, y en unos 26 ºC en invierno, para ir en una cómoda manga corta en Navidad. Las persianas, antaño de esparto y madera, y colocadas fuera, en la fachada, para no dejar que el sol alcanzara nuestros muros, nos las hemos traído a la ventana, donde son menos efectivas. Los patios no existen, son metros cuadrados perdidos. Renunciamos hace tiempo a la ventilación cruzada, fundamental para disipar el calor acumulado durante el día y aprovechar el frescor de la fachada norte. El botijo ha sido sustituido por máquinas que nos dan agua congelada o garrafas de plástico recubiertas por una horrorosa espuma amarilla.
¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué renunciar a una sabiduría de milenios, que nos proporcionaba armas económicas y efectivas contra el calor? Ahora que deberíamos habernos dado cuenta de que ya no somos ricos, ni siquiera nuevos, sería un buen momento para plantearnos si la solución al problema del calor en las aulas es colocar unas máquinas que son caras y no harán más que aumentar el gasto de colegios e institutos que, en muchos casos, no tienen ni para papel.

¿Por qué no aprovechar el momento para rehabilitar esos edificios, usando nuestra inteligencia y sabiduría, de forma económica? Hay técnicas, perfectamente contrastadas, que consiguen reducir el gasto energético de nuestros edificios hasta en un 90 %. En otra ocasión escribí, aquí en El Grifo, del estándar de edificios de consumo energético casi nulo, Passivhaus. Es una opción, pero también hay otras muchas posibilidades. ¿Por qué no empezamos sombreando las fachadas más soleadas? ¿Por qué no aislamos nuestros colegios por el exterior? ¿Por qué no ponemos sistemas que los ventilen adecuadamente por la noche, para enfriarlos? ¿Por qué no convertimos esos patios, verdaderos desiertos de hormigón en pequeños oasis que pueden reducir la temperatura en 2-3 ºC, como pudimos vivir en la Expo?
Las ocasiones las pintan calvas, y creo que este problema se podría convertir en una gran oportunidad de mostrar al mundo que en Andalucía, como dice la presidenta, se hacen las cosas de otra manera, pero de verdad. Se crearía empleo. Se enseñaría a las generaciones futuras que podemos habitar este planeta de otra manera. Y seguro que se podrían conseguir subvenciones de la Unión Europea, que no creo, por otra parte, que destine dinero a colocar equipos de climatización.

El cambio climático ya está aquí, y nos está cambiando la vida. Y está ocurriendo ahora. ¿Lo combatimos con armas anticuadas que nos llevan al desastre? ¿O proponemos soluciones inteligentes que nos aseguren un futuro sostenible? Yo, desde luego, lo tengo clarísimo.

viernes, 9 de junio de 2017

El rey desnudo

Así es como se conoce también uno de los cuentos más famosos de Hans Christian Andersen, "El traje nuevo del emperador". ¿Os acordáis? En esta fábula, unos estafadores convencen al emperador de que lleve un traje que ellos han confeccionado con un tejido que es invisible para personas incapaces y estúpidas. Él, incapaz de admitir que no lo puede ver, por no parecer mentecato, les sigue la corriente y termina desfilando delante de todos sus súbditos como su madre lo trajo al mundo. Al final, todos dicen ver el susodicho traje, temerosos de llevarle la contraria a su emperador, excepto un niño, que termina diciendo "¡Pero si va desnudo!".

Pues hoy voy a ser yo ese niño para hablar de esa romería cuyos rescoldos todavía crepitan, tras esa semana larga en la que, día sí, día también, los que no tenemos la "fortuna" de disfrutar de tan mariano evento, sufrimos sus consecuencias: cohetes a horas intempestivas, cortes de carreteras, basura en los caminos... El motivo por el que me meto en este jardín es un artículo con el que me he topado de casualidad en el que su autor, del que no sé absolutamente nada, arremete contra un reportaje de una cadena de televisión de poco más de un minuto de duración en el que se habla, en tono irónico y crítico, de esta multitudinaria romería. ¿O deberíamos decir gran juerga?


Desde los 4 años vivo en el Aljarafe, comarca rociera donde las haya, así que he convivido todos los años con el Rocío y los rocieros. Nunca he hecho la romería, vaya esto por delante, así que supongo que si algún rociero lee este humilde artículo dira que no tengo ni idea, terminando su discurso con el manoseado "el Rocío hay que vivirlo, no se puede explicar". Y estará en lo cierto, aunque sí que lo he vivido a trozos, lo suficiente como para hacerme una idea bastante completa del asunto.

Durante muchos años asistí con ilusión a la salida de las carretas de mi pueblo, declarada de Interés Turístico Regional, toma ya, y que apareció en un número de la famosa revista National Geographic, la del rectángulo amarillo. Era un espectáculo vistoso, lleno de color, olor, música. Algo primitivo, como de otra época, con un ambiente de comunidad y convivencia que ahora recuerdo con algo de nostalgia. La comitiva de peregrinos no era, ni mucho menos, tan multitudinaria como ahora. Los vehículos a motor no eran tan mayoritarios, y los bueyes tenían su protagonismo. Te pasabas el día yendo de una carreta a otra, comiendo y bebiendo en un ambiente festivo y de convivencia.

Con el paso de los años, fuí viendo cómo la cosa iba cambiando. Y mi opinión sobre la romería también. En algunas paradas a las que fuí ví cómo, ya en plena noche, rezaban cuatro romeros y medio delante del Simpecado, antes de irse a dormir, mientras el resto llenaba el buche con caldereta de venao, pringá y botellines de cerveza a granel. Otro año me llegué el fin de semana a la aldea, con una amiga, donde pude ver a un montón de gente borracha, de juerga, que parecían haberse olvidado de la Virgen, que permanecía temerosa y atónita en la ermita, sola y abandonada. Nos abrieron las puertas de una casa, unos desconocidos, cuando vieron a mi amiga, que no era precisamente un patito feo. A mí, no me hicieron ni puñetero caso. "Esta será la famosa hospitalidad rociera", pensé.

El autor del artículo mencionado critica a los creadores del reportaje. Los llama "resentidos" y habla de "manipulación" y "difamación". Y los califica de "personajes que lo tienen todo para arrasar nuestra fe". Y lo más curioso, tras esa batería de improperios habla de "intolerancia", "rencor" y "odio". Las imágenes que vemos año tras año, del salto de la reja no están manipuladas y nos muestran a un grupo de gente que, exaltada por un sentimiento de ¿fe?, manejan la figura de la Virgen a la que dicen venerar como si fuera un saco de patatas.

No dudo de que hay muchísima gente que siente el Rocío con fe y devoción, y respeto, cómo no, sus creencias, faltaría más. Incluso me dieron, en su momento, hasta algo de envidia, porque tiene que ser una vivencia irrepetible hacer el camino con ese sentimiento en un entorno tan espectacular como el Parque de Doñana. Pero hay una gran parte de los "romeros" que van a lo que van, a la juerga, a "jartarse". Lo de la fe se ve poco, cada año menos. ¿Es fe no compartir la Virgen con la gente que no es de Almonte? ¿Es fe dar la espalda a las hermandades que han "ofendido" de alguna manera a la matriz? El padre de un amigo mío, devoto rociero, no va a la romería. Dice que la Virgen está allí todo el año, que no tiene por qué ir a verla con toda la marabunta. Y lleva toda la razón.

Que en pleno siglo XXI la juerga colectiva en que se ha convertido el Rocío, patrocinada por la Iglesia y subvencionada por las administraciones, paralice durante casi una semana varias comarcas, dificultando la vida de aquellos que no comulgamos con las ruedas de este molino, no es de recibo. Pero vivimos en una tierra en la que si no te gusta la Feria, eres un soso. Si no te gusta la Semana Santa, un ateo. Y si no te gusta el Rocío y lo criticas, te cae un artículo como el ya mentado. Es la doctrina oficial del andalucismo dominante.

Desde hace tiempo me pregunto qué pasaría si se prohibiera el alcohol en el Rocío. O el jamón. O las gambas. O si se prohibiera el uso de vehículos a motor. ¿Cuánta gente seguiría yendo a la aldea a ver a la Virgen? No sé quizás lo sepan los diez caballos que han muerto durante la romería este año. O el buey de la Hermandad de Triana, también muerto. Lástima que no podamos pregúntarselo.