miércoles, 22 de noviembre de 2017

Paso del Black Friday

El próximo viernes, como todos los últimos viernes de noviembre del pasado más reciente de nuestro país, muchos os entregaréis a la vorágine consumista que nos viene de Trumplandia y caeréis en las redes del Black Friday, tirando de tarjeta o cartera. Pobres de vosotros.

El origen del Black Friday se pierde en la noche de los tiempos. Algunas versiones se remontan al 24 de septiembre de 1869, un viernes en el que, por motivos especulativos, el mercado estadounidense entró en bancarrota (¿Os suena?). Otras nos hablan del caos de tráfico que se produjo en Nueva York el 19 de noviembre de 1975, un día que el New York Times calificó como "black". En cualquier caso, el Black Friday es el último viernes de noviembre, el día después de la gran fiesta americana, el Día de Acción de Gracias, que muchos comercios aprovechan para hacer grandes descuentos y adelantar así la campaña de Navidad.

La capitalista costumbre llegó hace pocos años a España, y cada año va cobrando más fuerza. De hecho, haciendo un gran alarde de imaginación, muchas empresas lo están estirando hasta el infinito: que si la semana azul, que si el mes amarillo... El caso es rascarle el bolsillo a la gente. Que compren.

Hoy me he leído un artículo en The Guardian, del columnista George Monbiot, que habla precisamente de esto. Pero el escritor británico lo hace en términos medioambientales, llegando a decir que, con estos comportamientos, acabaremos destruyendo el planeta.

Monbiot habla de cómo, en estos días de grandes ofertas y rebajas terminamos comprando objetos inútiles, que acaban muchas veces arrinconados al fondo de un armario. Escribe sobre el crecimiento económico, ese objetivo que nadie discute, ese fin último que dirige nuestras vidas y que terminará, según el capitalismo, repartiendo la riqueza a todos los habitantes del planeta, haciéndonos llegar al mismísimo paraíso.

Desde 1970 se "celebra" el Día de la Sobrecapacidad de la Tierra, día en que la humanidad ha consumido los recursos que el planeta produce en un año. Desde entonces, este día no ha parado de adelantarse. Este año ha sido el 2 de agosto. Para que lo entendáis, el 2 de agosto de 2017, todos los que habitamos en la Tierra habíamos emitido más carbono del que los océanos y bosques pueden absorber en 1 año, pescado más peces, talado más árboles, cosechado más y consumido más agua de lo que nuestro planeta es capaz de producir en el mismo período de tiempo. Desde ese día hasta final de año, vivimos a crédito. Una locura, ¿no?


Monbiot concluye en su artículo que esto no cambiará con una vida más verde. El reciclaje, las energías renovables, el uso del transporte público no están mal, pero no son la solución, según él, al gran problema medioambiental al que nos enfrentamos. De hecho, explica que, según algunos estudios, el activismo ecológico no garantiza que la huella ecológica se reduzca. La ecología se practica más entre personas de las clases más pudientes, que son, a su vez, las que más CO2 emiten y más recursos consumen a lo largo de su vida. De nada sirve reciclar compulsivamente si luego te vas de vacaciones al Caribe.

Según el escritor británico, hace falta un cambio de sistema. El crecimiento infinito no tiene sentido en un planeta finito, es inviable. Según un estudio del World Economic Review, el 60 % de las personas más pobres del planeta recibe solo el 5 % del crecimiento económico mundial. Para que lo entendáis, hacen falta 111 $ de crecimiento para reducir la pobreza en un solo dólar. Un sinsentido, ¿no?

Hay que crear un sistema en el que el crecimiento no dependa del consumo de recursos. Mejor, un mundo en el que el crecimiento no sea necesario para el bienestar de las personas. En el que el consumo no sea la única forma de mantener todo este tinglado a flote. Por todo este rollo que os he soltado, este viernes celebraré mi "Día sin compras". Paso del Black Friday.

lunes, 13 de noviembre de 2017

El futuro del pan tumaca

Por si hay algún lector catalán de El Grifo, cosas más raras se han visto, primero quiero aclarar que ya sé que no se escribe así, sino pa amb tomàquet, pero dado que el público de este medio es mayormente castellanohablante lo escribo como lo decimos en la península no catalana.

Sigo con un inciso culinario que me voy a permitir, dada la libertad con que nos regala el redactor jefe de este magnífico escaparate mediático que es este digno periódico local. Quiero aprovechar para deciros, queridos lectores, que la cosa esa que os ponen en los bares de por aquí, ese demoníaco tomate rallado en botes de ketchup, o en pequeños cuenquitos de duralex transparente, no tiene nada que ver con el pan tumaca original, maravilloso invento proveniente de la región rebelde de Cataluña. Ni tampoco ese sucedáneo de salmorejo que ponen en algunos sitios "modernitos". Y lo de las rodajas de tomate, mejor dejarlo para una buena hamburguesa.

Como bien explican en el blog culinario El comidista, el pan tucama original que gracias a mi menorquina madre he podido disfrutar desde que tengo uso de razón, comienza por un buen pan, de tipo payés, de estos que tienen huecos y espacios que serán colonizados en su momento por el aceite de oliva. Después, usando un tomate pequeño, tipo pera, muy maduro y cortado por la mitad, se restriega este como si no hubiera un mañana. Sí, he dicho restregar, pringándote bien los dedos, haciendo una buena carnicería con el tomate, retorciéndolo como si fuera una oreja de tu peor enemigo. Nada de rallar ni similares. Una vez tengamos el pan bien empapado en tomate, se sala y se riega con un buen chorreón de aceite. A partir de aquí, la imaginación al poder: un buen jamón o una buena sobrasada rematarán la faena con gran dignidad.

Y ahora, vamos al grano del asunto. ¿Qué es lo que me preocupa del futuro del pan tumaca? Pues veréis, no sé si lo sabéis, pero en estos días en los que la gran preocupación de los españoles es el Catalangate, se está celebrando en Bonn, la antigua capital alemana, la cumbre del clima COP23, donde se intenta convertir en realidad lo acordado en París hace dos años, con la lamentable ausencia de los EEUU. Sí, mientras el president cesado está de vacaciones en Bruselas, el cambio climático sigue su curso. Y afecta también a la molt honorable comunitat catalana.

Según el Tercer Informe sobre el Cambio Climático en Cataluña, elaborado por la Generalitat, la temperatura media ha aumentado en la comunidad desde 1950 a razón de 0,28 ºC cada década, especialmente en verano. Los días de frío y de nieve son cada vez menos. La temperatura del agua en la Costa Brava también ha subido. Las proyecciones de futuro siguen en la misma línea, con temperaturas en aumento y precipitaciones en descenso. Se espera también un aumento de las precipitaciones intensas en el comienzo del verano, con el consiguiente riesgo de inundaciones. También se prevé un aumento en el número de aludes y de su volumen, y en la duración de los períodos de sequía. Y un crecimiento de la erosión en las playas, debido al crecimiento del nivel del mar y al incremento de temporales marinos.

¿Y en qué afecta todo esto al pan tumaca? Pues no lo sabemos exactamente, pero podría ser que el tomate de untar, variedad pequeña, de 3 a 5 cm de diámetro, que se usa para elaborarlo, tuviera que cultivarse en los Pirineos, por ser imposible su cultivo en zonas más bajas. O a lo mejor habría que importarlo de los Países Bajos, cerca de la Bélgica que tanto ama el president cesado. Quizás haya que usar aceite de palma, en vez del de oliva, por no soportar los olivos catalanes los tórridos veranos que nos esperan.

Queridos indepes, estéis o no dentro del Estado Español, como decís vosotros, el cambio climático os afectará. La agresión del ser humano al medio ambiente no entiende de fronteras. No creáis que viviréis en una arcadia catalana, en la que permaneceréis ajenos a todos estos cambios, que, quién sabe, lo mismo obligan a vuestros payeses, indepes o no, a cultivar tomates en las faldas del monte Aneto. Yo os propongo seguir juntos e intentar velar por el futuro del pa amb tomàquet. ¿Qué os parece?

viernes, 3 de noviembre de 2017

Un cuento ibérico

A Ona todo aquello le parecía un cuento chino, una de aquellas historietas que el abuelo Carles se empeñaba en contarle las largas y tórridas tardes de aquellos eternos veranos que les estaba tocando vivir. Era el año 2067 y la canícula solía alargarse en la península más allá de noviembre. Las temperaturas podían superar los 45 ºC hasta más allá de las diez de la noche, así que era mejor quedarse en casa, con las ventanas bien cerradas y los ventiladores a velocidad máxima.

Hacía tiempo que la escasez de lluvias había convertido los pocos pantanos que quedaban en pequeños desiertos de tierras quebradas como la piel de un anciano, así que el país se había visto obligado, hacía ya décadas, a prescindir de la energía hidráulica y presentaba períodos de escasez eléctrica en los que poder encender el aire acondicionado era un lujo que muy pocos podían permitirse.

Aquella tarde el abuelo Carles le estaba contando la gran crisis ibérica de finales de la segunda década del siglo XXI. Cómo los independentistas catalanes la habían vuelto a liar, esta vez bien gorda. Y cómo, en un principio, el gobierno central había respondido de forma torpe, entrando en la díscola región como elefante en cacharrería, creando independentistas a partir de la nada. Pero también le contó cómo, al ver que aquello se les iba de las manos, los políticos supieron frenar a tiempo.

Primero fueron los independentistas, que ante la presión internacional, tuvieron que reconocer que no podían declarar la independencia al no llegar ni al 50 % de apoyo entre el electorado, y renunciaron al procés, convocando acto seguido elecciones autonómicas para desbloquear la situación. El gobierno central, por su parte, abrió las negociaciones para empezar a hablar de un referéndum pactado entre las dos partes, que daría a los catalanes la oportunidad de expresar su opinión sobre el tema.

Desde Europa se aplaudió la iniciativa y la fuga de empresas comenzó a ralentizarse. La justicia actuó con mesura y prudencia, deteniendo y castigando a los responsables políticos, pero sin enviarlos a prisión. La cosa no fue más allá de multas e inhabilitaciones de por vida. Además, para convencer a los ciudadanos de que actuaban con independencia, se pusieron las pilas y encarcelaron a los corruptos que, habiéndose demostrado que habían robado a manos llenas, llevaban años riéndose de la gente haciéndose fotos en sus yates o haciendo bodyboard. Todo aquello se había acabado hacía tiempo. Y gente como Urdangarín habían llegado a la jubilación en Soto del Real.

Ya eran las diez de la noche, y Ona quería salir a la calle, pero el abuelo Carles no paraba. Siguió contándole que, una vez apagado el fuego -los independentistas perdieron el referéndum, aunque por poco-, al cabo de un par de años, aprovechando el cambio de gobierno en Madrid, que propició una gran coalición de izquierdas, alguien propuso la unión con el vecino portugués, para crear la Federación Ibérica. Era más lo que nos unía que lo que nos separaba, dijo el abuelo Carles, y un país que ocupara toda la península ibérica, con más de 50 millones de habitantes, se podía convertir en la Alemania del sur de Europa. Y así ocurrió, dijo el anciano.

Abuelo, todo eso no son más que patrañas, te lo has inventado todo. Sabes que después de la crisis de 2017, se independizó Catalandia, y luego vinieron las demás: Vasquilandia, República Gallega y Alandalucía. Por no hablar de Albacetia y Madridia, que lo consiguieron pocos años después. La península volvía a parecerse a la época de los reinos de Taifas, que ya no se estudiaba en los 43 sistemas educativos que mal formaban a los pequeños.

Todo esto que me has contado, abuelo, no es más que un cuento chino. No, querida nieta, no es un cuento chino, es un cuento ibérico. Y podría haber pasado, ¿por qué no?