martes, 24 de abril de 2018

No, no hay que salvar el planeta

El pasado domingo fue el Día de la Tierra. Como tantas otras veces, pudimos escuchar o leer el mensaje más repetido de "Salvemos el planeta". Es un mensaje que, cada vez más, me chirría y me molesta. Por su prepotencia, por su antropocentismo.

Vivimos en el antropoceno, época geológica propuesta por parte de la comunidad científica para definir el momento en que vivimos, en el que el impacto de las actividades humanas sobre los ecosistemas terrestres está siendo tan significativo. Hay otros científicos que opinan que esta es una definición más política que geológica, y todavía no hay una declaración "oficial" sobre el asunto, pero es evidente que el planeta está cambiando, y mucho, "gracias" a nuestra existencia.


Pero de ahí a decir que la lucha contra el cambio climático debe tener como objetivo la salvación del planeta hay un mundo. Hace poco leí un artículo en la revista National Geographic sobre la recuperación de la ciudad de Alepo, en Siria, después de la guerra. Esta ciudad, la más poblada de Siria, con más de 4 millones de habitantes antes del comienzo del conflicto, fue recuperada por el gobierno hace poco más de un año y lucha desde entonces por volver a la normalidad. En el artículo se ven fotos de edificios destruidos, calles arrasadas y montañas de escombros. Pero me llama la atención la presencia, serena y majestuosa, de ordenadas filas de árboles con su joven y lozano follaje de primavera en pleno crecimiento. Por ellos no parece haber pasado la guerra, parecen recuperados de los impactos que han podido recibir, de balas, de obuses, de armas químicas.


Hay una foto que me impactó especialmente. En ella se ve el Parque Público de Alepo, sin rastro de la guerra. Se ve una calle asfaltada, flanqueada por bordillos de adoquines y bancos de hierro y madera. Hay gente sentada en ellos, y también en sillas de plástico. Parecen disfrutar de una tarde tranquila. Unos charlan, otros fuman en cachimba. Se respira paz bajo la sombra de la tupida vegetación, que parece haber resistido de forma heroica, los duros y violentos años de esta interminable guerra.

 
Y cuando veo estas fotos, estas imágenes de calles destruidas con árboles sanos, vivos, que continúan creciendo, con enérgica tozudez, soy consciente de la tremenda fuerza de la naturaleza, de su inercia llena de vida, y de lo poco que le importan nuestras actividades, ya sean tiempos de guerra o de paz.


Creo que el mensaje de los ecologistas, o de muchos de ellos, yerra cuando habla de "salvar el planeta". Centra la lucha contra el cambio climático en el objetivo de evitar el daño sobre la Tierra, casi por motivos morales o ideológicos, cuando los que en realidad nos jugamos la existencia en todo esto somos nosotros, la humanidad. Al planeta le da igual nuestra actividad o nuestro impacto, hablando en plata. Los animales, los ecosistemas se adaptarán a la nueva situación. Algunas, seguramente muchas, especies, desaparecerán, pero, en términos geológicos, no seremos más que un episodio más en esta larga película que es la existencia del planeta azul, que nos sobrevivirá, seguro. Los que lo tenemos crudo somos nosotros. Los que podemos desaparecer, en una especie de suicidio colectivo sinsentido, somos nosotros. Por eso, no, no hay que salvar el planeta. Nos tenemos que salvar a nosotros mismos.

jueves, 5 de abril de 2018

Sayonara, Whatsapp

Ya hace quince días que tengo el móvil en el taller, los mismos días que llevo sin la celebérrima aplicación de mensajería instantánea llamada Whatsapp. El "patatófono" que estoy usando como sustituto no tiene capacidad para manejar la ingente cantidad de información que gestiona Whatsapp, así que estoy en una especie de "barbecho whatsappero".

Los primeros días fueron difíciles. Como si de una desintoxicación se tratara, me sentía incómodo, vacío, falto de algo, con síndrome de abstinencia. Miraba el móvil sustituto, buscando la lucecita blanca que, en la esquina superior derecha del móvil defenestrado, me anunciaba la llegada a mi bandeja de entrada de algún mensaje de algún amigo-contacto. Lo sé, me estoy perdiendo los mejores memes, los últimos vídeos semanasanteros. Las mejores chorradas sobre el asunto Cifuentes. El sempiterno negro de Whatsapp.


Pero, curiosamente, a los pocos días de comenzar el "tratamiento" se me empezó a quitar el "mono" y todo fue a mejor. Dejé de mirar el móvil cada dos por tres. Comencé a estar en lo que hacía, sin interrupciones. Ya no mandaba whatsapps mientras veía una peli. No miraba el móvil mientras le daba de comer a mi niña. No iba por la calle mirando una pantallita, poniendo en riesgo mi integridad física.

Así que, el otro día, en un momento de lucidez, mientras reflexionaba sobre todo este proceso de desintoxicación whatsappera pensé: "mi vida ha mejorado desde que no tengo Whatsapp, ¿por qué no me quito?" Ahí fue cuando decidí probar a dejarlo, a ver qué sucedía.


No niego la utilidad de la, por otro lado, demoníaca aplicación que nos tiene secuestrados a todos. Nos permite crear grupos para organizar diversas actividades, grupos en los que, a la vez, se pierde mucho el tiempo en tonterías y gilipolleces varias. Nos da la posibilidad de estar en contacto con gente a la que no podemos ver, por la distancia, pero la realidad es que apenas lo uso para eso. Nos da acceso a relacionarnos con mucha gente, pero no llegamos a profundizar con casi nadie, en realidad. ¿Con cuántos nos vemos, nos tomamos un café, mantenemos el contacto físico?

Me acordaba el otro día de una amiga valenciana que vive en Madrid. La tengo en whatsapp, y en Facebook, y nos escribimos, de vez en cuando. De todos mis amigos "lejanos" -lejanos por la distancia que nos separa- es a la que más veo. Poco, por otra parte, una vez cada dos años, un café, una comida, y poco más. Sin embargo, son estos ratitos los que mantienen la cercanía y la complicidad, y no los mensajes que nos enviamos por Whatsapp. Ratitos en los que nos vemos, escuchamos nuestras voces, nuestras risas, el ruido que hacemos al comer.


En estas dos semanas que llevo sin la aplicación he recibido más llamadas que en los 6 meses anteriores, seguramente. Y me ha gustado la experiencia. Hablar con amigos, ir al grano, no marear la perdiz, no cambiar mil veces de plan... son sensaciones que creía perdidas. Ir andando por la calle y no hacer nada más. Ver la tele, leer, comer sin interrupciones. Ufff, ha sido todo un subidón y por eso he decidido que voy a probar a volver a la vida sin mensajes instantáneos. Seguiré siendo accesible, por teléfono o por mail, a la antigua usanza. Incluso podéis venir a verme a casa, como hacíamos antaño. También seguiré en Facebook, por ahora. Pero voy a intentar vivir sin la aplicación esa que, además, le regala nuestros datos al mejor postor. Así que, parafraseando al exgobernador de California, Sayonara, Whatsapp.