miércoles, 11 de enero de 2017

No me sorprende

No me sorprende nada todo el lío del ex-decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Sevilla. El catedrático, condenado a 7 años de prisión y a una indemnización global de 110.000 euros a las tres víctimas, ha estado dando clases hasta el día 10 de enero. Dado que los hechos de los que se le acusa, abuso sexual a dos profesoras y una becaria, sucedieron entre 2.006 y 2.010, parece que la Universidad no ha tenido prisa por solucionar el problema. Y, como ya he dicho, no me sorprende.

No es que no me sorprenda lo de los abusos sexuales. No seré yo quien diga que son práctica habitual en la universidad hispalense. Lo que no me sorprende es su lentitud en reaccionar, su laxitud ante el escrito dirigido al Rector por las afectadas en diciembre de 2.010, en el que lo ponían al corriente de los hechos, su falta de reacción ante la denuncia puesta por las tres víctimas a principios de 2.011 ante el Rectorado.
Os pongo en antecedentes, por si no estáis al tanto del asunto. Entre 2.006 y 2.010, el condenado, Santiago Romero Granados (me niego a ponerle un Don delante, porque de eso tiene poco), abusó sexualmente de dos profesoras y una becaria de la facultad de la que era decano. Para poder perpetrar dichos abusos, el individuo se servía de amenazas y coacciones a las tres afectadas. Las amenazaba con no poder leer sus tesis. O con impedirles apuntarse a grupos de investigación. O, directamente, con echarlas. Las tres víctimas intentaron, primero, dar cuenta a la universidad del comportamiento de este personaje, pero obtuvieron nula respuesta por su parte, momento en el que decidieron llevar el caso ante los tribunales.

En todo este tiempo, la Univeridad de Sevilla no ha adoptado ni una sola medida cautelar para proteger a estas tres mujeres. Como resultado, y ante la continuidad del comportamiento del condenado, las tres tuvieron que dejar la universidad, mientras veían cómo él seguía en su cargo. Ya vemos cómo la universidad "castiga" los abusos en su seno.
Y, repito, no me sorprende. Podría aburriros con abusos, aunque de otro tipo, que viví en mis años universitarios. En mis propias carnes o en carnes ajenas. Recuerdo cómo un catedrático de la Escuela de Arquitectura, Rafael Diéguez, entraba como elefante en cacharrería en una revisión de un examen que había suspendido y, a voz en grito, daba aquélla revisión por finalizada. El profesor que revisaba mi examen me invitó amablemente a salir y allí murió mi posibilidad de aprobar. Recuerdo cómo ese mismo profesor se reía en clase de cualquier alumno que se le atravesara, despreciando especialmente a las féminas. Cómo el director de la escuela se reía de las quejas de los alumnos, aduciendo que "son cosas del profesor Diéguez". No puedo olvidar cómo un profesor tiró un trabajo que iba a entregar con un compañero por habernos retrasado unos minutos. O cómo un tribunal de proyecto fin de carrera hacía llorar a una compañera con comentarios despectivos y personales sobre su trabajo. O cómo una profesora me dijo en julio que no me presentara a septiembre con ella porque no iba a aprobar. Y suspendí.

La universidad no hace honor, precisamente, a su nombre, que habla de universalidad, siendo una institución tremendamente endogámica y anquilosada. El alumno es visto, en general, como una molestia. Los profesores, por lo menos en mi experiencia, no están ahí, la mayoría, para ayudarte. Los horarios de tutorías no se cumplen la mayoría de las veces, por lo menos en mi época. La colaboración interdepartamental es prácticamente nula. Para entrar tienes que pasar muchos años lamiendo culos, con perdón, y haciendo la pelota al catedrático correspondiente. La capacidad de autocrítica es, en la mayoría de los casos, nula. El propósito de enmienda, ni está ni se le espera.

Me llama mucho la atención, además, la tardanza de las tres mujeres en denunciar. Desconozco en profundidad lo que ocurrió. Me he informado a golpe de click. Pero tampoco me sorprende que aguantaran carros y carretas por miedo a perder, qué se yo, su puesto de trabajo, o la posibilidad de prosperar en el ámbito universitario. Y están en su derecho, no voy a ser yo el que juzgue a nadie. Pero me he acordado de un artículo que leí hace poco de Rosa Montero, en el que hablaba de los tibios de corazón, los indiferentes, los cobardes, la gente que no se levanta ante las injusticias, propias o ajenas. Vivimos en una sociedad llena de personas tibias, que aguantan carros y carretas por mantener su puesto de trabajo. Y, por una parte, lo puedo entender. El miedo muchas veces nos atenaza. Pero lo que no puedo aceptar, y por eso soy de los que se levantan y luchan y protestan, es la injusticia o el abuso. Porque nos llevan a una sociedad en la que no quiero vivir. Ni quiero que sea en la que vivan nuestros hijos.

Y cuando hablo de los tibios, no me estoy refiriendo a estas tres mujeres, que han hecho lo que han podido, pero que han tenido la mala suerte de vivir en un país de universidades ensimismadas y justicia lenta. Me refiero a los que las rodeaban, a los que fueron testigos de su sufrimiento. ¿Nadie vio nada en la facultad? ¿Ningún compañero de este tipo sabía nada del asunto? Si las tres víctimas hubieran sido arropadas por sus compañeros. Si hubiera habido más denuncias. Si no hubiera habido testigos a favor del condenado que ralentizaron el juicio, otro gallo habría cantado. Pero vivimos en un país de tibios, así que no me sorprende nada de lo que ha pasado.


martes, 3 de enero de 2017

Así no PODEMOS

No, así no podemos cambiar nada. Y se lo digo a los de Podemos, porque han sido los últimos en llegar. Pero también se lo podría decir a cualquier partido de los que dicen formar parte de la izquierda de este país. Así, de esta manera, no vamos a ningún sitio.

Parece que el regalo con que nos han querido obsequiar las Navidades los nuevos, aunque de antiguas maneras, políticos y flamantes diputados del partido morado, ha sido su patética e infantil pelea por el poder a través de los medios sociales, propia de un patio de colegio. Su pelea, aunque sostenida durante pocos días a golpe de mensajes de 140 caracteres no difiere tanto, en realidad, de la más analógica sucedida hace pocos meses en las turbulentas aguas socialistas de la calle Ferraz. Tampoco de la forma en que, finalmente, Garzón asaltó el poder en el reino comunista. Pero es la última, y a mí me está amargando las fiestas.

Cuando, hace ya más de cinco años, tuvo lugar el 15-M, muchos albergamos alguna esperanza de cambio, aunque con reticencias. Pensamos, en realidad, que aquéllo se diluiría en la vorágine del día a día. Y de hecho es lo que parecía haber ocurrido hasta que, en 2.014, apareció Podemos. Y ahí sí que pareció verse algo de luz al final del tunel, cuando vimos cómo la pelota morada iba engordando en cada votación, mientras los partidos tradicionales ladraban y arengaban a sus tropas con discursos catastróficos. Tenían miedo, y pensamos que era posible. Que podíamos cambiar esta sociedad asquerosamente individual y capitalista.

Pero parece que no va a ser posible. Parece que van a seguir ganando los de siempre. Bueno, los que van ganando últimamente. Y no sólo en España. También en Europa y al otro lado del charco. Los de Podemos, junto con Izquierda Unida y las Confluencias, consiguieron meterse en el Congreso, donde pegaron un bocado de, nada más y nada menos, 71 diputados. Un buen bocado. Pero parece que, después del esfuerzo realizado y de lo conseguido, no saben qué hacer con ello. Y, hasta donde yo sé, en el Parlamento, principalmente, se aprueban leyes. De nada nos vale que lleven bebés para reclamar la conciliación familiar. Ni que repartan libros sobre Derechos Humanos. Ni que se ausenten cuando no están de acuerdo con algo. De nada nos sirve todo esto si no legislan. Porque, al final, todo esto va de leyes. Que mejoran o empeoran la vida de sus votantes.


A los que hemos votado en algún momento a esta gente se nos queda cara de tontos al ver cómo van pasando los meses y los de Iglesias, Errejón y compañía se dedican a estériles debates públicos sobre el poder y la organización de su partido, mientras los autónomos siguen pagando cada mes una cuota abusiva, facturen lo que facturen. Mientras el sol sigue gravado por un impuesto ilegal. Mientras hay gente que muere asfixiada en su casa porque no tiene para pagar la luz que calentaba sus hogares.

El partido morado ha conseguido, aunque no parece consciente de ello, lo más difícil. Ha entrado en las instituciones, dando un fuerte golpe en la polvorienta mesa del bipartidismo. Ha puesto en la primera línea del debate político temas hasta ahora desaparecidos como los desahucios, la pobreza energética o el salario mínimo. Pero parecen perdidos, asustados ante la responsabilidad de gobernar. O de hacer oposición. España, Europa, el mundo, necesita que vuelva la socialdemocracia. Con fuerza, con energía, con ideas. Porque, hasta la fecha, ha sido la única política, la socialdemócrata, capaz de contener la desbocada ambición, la infinita avaricia del capitalismo más depredador que nos gobierna. La única capaz de repartir la riqueza de una forma más o menos justa. Y desde luego, si la nueva socialdemocracia es el Podemos de los debates a golpe de tuit, lo tenemos crudo.