miércoles, 23 de noviembre de 2016

Las lágrimas de África

Ayer tuve la suerte de ver el impactante documental, "Las lágrimas de África", dirigido por la actriz Amparo Climent, en el Cine Avenida. La proyección estaba organizada por Youfeelm, esa maravillosa iniciativa salida de Sevilla, que permite ver películas antiguas o que están fuera del circuito comercial, y promovida por la ONG Oxfam Intermón.

El documental cuenta, sin ambajes, sin adornos, cómo es la vida de las personas que malviven en los alrededores de la ciudad de Melilla, con la esperanza de poder cruzar la frontera hacia lo que ellos llaman "paraíso" o "tierra dorada", que no es más que el país donde vivimos, España. Sí, esta tierra de la que tanto nos quejamos, a la que tanto criticamos, es para ellos el destino soñado, el lugar al que quieren llegar a toda costa, aun a riesgo de perder sus vidas.

Estos héroes y heroínas, como los llamó Chema Castells, de la plataforma Somos Migrantes, malviven en el Monte Gurugú, ellos, y en el pinar bautizado como Bolingo, ellas, con sus niños. Las imágenes del campamento del Monte Gurugú son casi apocalípticas: tiendas hechas con plásticos, comida sobrevolada por moscas, basura por todas partes... Sin embargo, a la directora la reciben caras sonrientes, que le explican con crudeza el atroz viaje que les ha llevado hasta allí y las condiciones en las que malviven, mientras aguardan con esperanza el momento en el que podrán intentar realizar el salto de la valla de Melilla. A pesar del frío, a pesar del hambre, a pesar de las continuas incursiones de la policía marroquí, que les destroza, una y otra vez, sus precarias viviendas.

El campamento bautizado como Bolingo, que significa amor en Lingala, una lengua congolesa, está habitado por familias, formadas, principalmente, por mujeres y niños. Si bien la pobreza es la misma que en el Gurugú, el ambiente es distinto, más distendido, más ordenado y limpio. Supongo que la presencia de los niños, que convierten el bosque en su lugar de juegos, contribuye a esto. Mujeres embarazadas o con bebés esperan su oportunidad de cruzar el estrecho en patera. Hasta en situaciones tan extremas, prima la especialización: el Gurugú, para saltar la valla, Bolingo, para la travesía en patera. El premio es el mismo: Europa, una nueva vida, un futuro.

A pesar de estas diferencias, todos vienen huyendo de lo mismo: el hambre, la persecución, la desesperanza, la pobreza. Saben que la situación en España no es la mejor, pero para ellos mejor es cualquier cosa. Tan precaria es la vida de la que se quieren fugar. Casi una cárcel para ellos. Desde nuestra cómoda perspectiva es difícil entender que se jueguen la vida para llegar a nuestro viejo continente, pero viendo lo que arriesgan, debe de ser un infierno.

La proyección termina. El silencio se apodera de la sala. Nadie tose. Nadie aplaude. Chema Castells arranca como puede el debate. Nos habla de lo que hace su plataforma. Algún asistente comenta, pregunta, reflexiona en voz alta. Todos nos vamos con el estómago encogido, preguntándonos qué podemos hacer, sintiendo una impotencia que nos ahoga, nos paraliza.

Y hay tanto por hacer. Podemos votar a los partidos que estén por políticas más sensibles con los migrantes. Podemos tratar con respeto a los que nos venden pañuelos en los semáforos. A los que venden películas piratas. Mirarles a la cara. Darles los buenos días. Las gracias. Podemos comprar productos de Comercio Justo, que permitan la existencia de empresas viables en sus países de procedencia, que creen riqueza allí. Podemos comprar fruta y verdura ecológicas, que no vengan de ese mar de plástico de nuestro país, donde malviven y trabajan en condiciones de semiesclavitud muchos de los que han logrado cruzar el estrecho. Podemos colaborar con alguna ONG o asociación que trabaje con los que llegan. Podemos hablar del tema con nuestros amigos, con nuestra familia. Sensibilizarles. Podemos tanto. Hagámoslo.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Mamaempresarias

Con más miedo que otra cosa en el cuerpo, tras otro batacazo más de las empresas de demoscopia, esta vez en las elecciones americanas, me mantengo en el tema que tenía en la cabeza para esta semana y no voy a hablar del idiota del tupé que se ha convertido en el hombre más poderoso del mundo. No quiero aburriros. Además, ya lo harán muchos otros.

Andaba yo el otro día intentando abrir la mente leyendo un poquito de prensa extranjera, por aquello de salir de un poco de la aburrida actualidad patria, la del Rajoy y sus tijeritas, la del multiplicado escándalo del Espinar, la de las Biblias y los Crucifijos, cuando me encontré un interesante artículo en The Guardian que hablaba de la maternidad y el mundo del trabajo.


La autora del artículo de marras, Eva Wiseman, madre, cuenta lo afortunada que se siente de haber encontrado en su empresa un ambiente comprensivo con la maternidad y sus necesidades, lo que le ha permitido trabajar desde casa un día a la semana. Sin embargo, habla también de mujeres que, una vez han vuelto al trabajo, se encuentran con jornadas maratonianas y con reproches por no haber respondido a todos los correos electrónicos o haber empleado una hora en comer. Incluso habla de gente rica que, como la actriz, y reciente madre, Keira Knightley, se quejan de las "arcaicas leyes sobre maternidad" británicas. La actriz ha dicho que "Hay que ser una unidad familiar, no basta con tener a tu compañero en casa durante dos semanas y que luego vuelva al trabajo y te deje sola para que tú te apañes como puedas". Además, si las empresas no incentivan a los hombres para que se cojan la baja, la maternidad seguirá siendo cosa exclusiva de las mujeres.

Para que veáis que el lamentable trato a la maternidad no es exclusivo de España, aunque sea un triste consuelo, aquí os dejo algunos datos. Tres cuartas partes de las madres de Reino Unido se sienten discriminadas y presionadas en el trabajo, una vez que se reincorporan. De hecho, según un informe de la Comisión de Igualdad y Derechos Humanos de Reino Unido, un 11 % de las mujeres son invitadas a "dejar" sus trabajos tras la baja por maternidad. Por este motivo, las empresas están perdiendo 280 millones de libras (314 millones de euros) en formación, reclutamiento, indemnizaciones y productividad cada año.

Eva Wiseman sigue el artículo hablando del daño colateral de todo esto que son lo que ella llama las "mamaempresarias", mujeres que, al verse fuera del mercado laboral, deciden emprender el camino del autoempleo, con más o menos esperanza o ilusión. Mujeres que, tras ver cortada una carrera en investigación, ventas, energías renovables o banca, montan un negocio de ropa infantil, o una librería para niños, o una tienda online de productos ecológicos para bebés. Y encima tienen que estar contentas.

Montar una empresa suele ser la última opción. No lo podemos negar, a la mayoría, lo que nos gusta, es trabajar para otros y tener asegurado el sueldo a final de mes. Montar un negocio implica incertidumbre, poco o ningún dinero al empezar, muchas horas de trabajo. Se nos vende como un triunfo, el emprendimiento. Esa madre, aguerrida y valiente, que trabaja en casa, con el niño entre sus piernas mientras gestiona un pedido o elabora un presupuesto. Bravo.

Mi mujer, después de haber trabajado en dos grandes empresas, se embarcó, tras ser madre y con el convencimiento de que volver al mundo laboral por cuenta ajena iba a ser incompatible con la maternidad, en la aventura de montar un negocio con una amiga en su misma situación. Y ahí sigue, luchando por que la empresa fructifique y le permita ganarse la vida dignamente, a la vez que concilia, como puede, el trabajo con su vida familiar. Para Eva Wiseman, las mujeres deberían poder ser madres y llevar un pequeño negocio. O ser madres y trabajar en una gran empresa. O ser madres y ser las dueñas de una gran empresa. La imagen de la madre, trabajando en su cocina, con su hijo encima, dice más de un sistema con unos costes altísimos en el cuidado infantil y de ambientes laborales antimaternidad que de un futuro utópico en el que la maternidad será cosa de todos. Como dice Eva Wiseman, la discriminación de la maternidad en el trabajo es la que ha creado a las mamaempresarias. Si esto no nos enfada y no nos empuja a cambiar, nada lo hará.

viernes, 4 de noviembre de 2016

Plasmado

Ya llevábamos nueve meses del mal llamado "Gobierno Frankenstein". Decían, los más agoreros, que no duraría ni seis meses, que era un acuerdo entre agua y aceite, que acabarían como los enamorados de cualquier canción de Pimpinela. Pero, nueve meses después de aquel histórico acuerdo, el gobierno integrado por los dos partidos mayoritarios de la izquierda, con el apoyo puntual de algunos partidos nacionalistas, seguía, con paso más o menos firme, con sus reformas, sociales y económicas, hacia adelante.

Cuando el partido histórico de la izquierda tendió la mano a los integrantes del partido morado, éstos supieron aceptar el ofrecimiento con serenidad y responsabilidad. Lo primero era solucionar la situación de emergencia de muchos ciudadanos, así que había que aparcar las consignas revolucionarias y aprovechar la oportunidad que les habían dado los votantes, al haber conseguido la izquierda más votos que la derecha. Era la oportunidad de acabar con el rumbo hacia el abismo neoliberal al que la derecha de la caspa y el Ibex 35 nos estaba llevando. Y no podían desperdiciarla.

Los partidos nacionalistas tuvieron la sensibilidad de olvidarse, temporalmente al menos, de sus aspiraciones secesionistas, para centrarse en lo importante y urgente del momento: la desigualdad creciente, el gran número de desempleados, el déficit público. Ya vendrían tiempos mejores en los que hablar de otros temas.

El partido de la rosa supo leer la situación. Los votantes más jóvenes estaban cansados de oír hablar de la Transición, algo que veían, de pasada, en los libros y en los avejentados documentales que ofrecía la cadena pública los sábados de madrugada, cuando ellos estaban explorando la vida en bares y discotecas. Necesitaban un partido que fuera consciente de lo que le pedían los votantes más críticos, la gente que se había echado a la calle aquel lejano 15 de mayo de 2011. Un giro a la izquierda. Una vuelta a los orígenes. Darle a la letra O de sus siglas la importancia que tuvo hace décadas.

Habían conseguido firmar un Pacto por la Educación, tras arduas negociaciones. Habían bajado el IVA cultural. Habían retirado el impuesto al sol y vuelto a poner en marcha las renovables. Habían subido los impuestos a los que tenían más ingresos, y logrado un compromiso de la UE para que las tributaciones de sociedades fueran las mismas en todo el territorio Schengen. Estaban en proceso de derogar la desastrosa reforma laboral, para lo que estaban trabajando en una nueva ley, más justa y equitativa. Habían subido el salario mínimo, con el objetivo de llegar a los 1000 €/mes en cuatro años. Y todo en poco más de nueve meses. ¿Cuántas reformas se podrían hacer en los tres años que les quedaban?

De repente me despierto. Estoy en el sofá. La tele, encendida. Y allí está el barbas, con la lengua caída, pastosa, dando los nombres de los nuevos ministros de su flamante gobierno en minoría. Era tan urgente que se ha tomado cinco días para recitarlos. Los ministros van jurando sus cargos delante de un crucifijo y sobre una biblia. Todo muy propio en un país que se dice aconfesional. Supongo que estarán rezando por nuestras almas. Falta nos hace, con los cuatro años que nos quedan. Como es habitual en él, no hay rueda de prensa y hace el anuncio en una sala llena de periodistas que han perdido su dignidad profesional, y aguantan que el presidente les hable en una pantalla de 72 pulgadas en la que aparece su cara de estupefacción permanente. Me da un vuelco el corazón cuando me entero de que, en Sevilla, salieron ayer 100.000 personas a la calle. ¿Habremos, por fin, despertado?, me pregunto. Pero no, lo hicieron para ver cómo una escultura de madera a la que llaman Señor de Sevilla, paseaba por las calles de la ciudad. Plasmado me quedo.