viernes, 4 de noviembre de 2016

Plasmado

Ya llevábamos nueve meses del mal llamado "Gobierno Frankenstein". Decían, los más agoreros, que no duraría ni seis meses, que era un acuerdo entre agua y aceite, que acabarían como los enamorados de cualquier canción de Pimpinela. Pero, nueve meses después de aquel histórico acuerdo, el gobierno integrado por los dos partidos mayoritarios de la izquierda, con el apoyo puntual de algunos partidos nacionalistas, seguía, con paso más o menos firme, con sus reformas, sociales y económicas, hacia adelante.

Cuando el partido histórico de la izquierda tendió la mano a los integrantes del partido morado, éstos supieron aceptar el ofrecimiento con serenidad y responsabilidad. Lo primero era solucionar la situación de emergencia de muchos ciudadanos, así que había que aparcar las consignas revolucionarias y aprovechar la oportunidad que les habían dado los votantes, al haber conseguido la izquierda más votos que la derecha. Era la oportunidad de acabar con el rumbo hacia el abismo neoliberal al que la derecha de la caspa y el Ibex 35 nos estaba llevando. Y no podían desperdiciarla.

Los partidos nacionalistas tuvieron la sensibilidad de olvidarse, temporalmente al menos, de sus aspiraciones secesionistas, para centrarse en lo importante y urgente del momento: la desigualdad creciente, el gran número de desempleados, el déficit público. Ya vendrían tiempos mejores en los que hablar de otros temas.

El partido de la rosa supo leer la situación. Los votantes más jóvenes estaban cansados de oír hablar de la Transición, algo que veían, de pasada, en los libros y en los avejentados documentales que ofrecía la cadena pública los sábados de madrugada, cuando ellos estaban explorando la vida en bares y discotecas. Necesitaban un partido que fuera consciente de lo que le pedían los votantes más críticos, la gente que se había echado a la calle aquel lejano 15 de mayo de 2011. Un giro a la izquierda. Una vuelta a los orígenes. Darle a la letra O de sus siglas la importancia que tuvo hace décadas.

Habían conseguido firmar un Pacto por la Educación, tras arduas negociaciones. Habían bajado el IVA cultural. Habían retirado el impuesto al sol y vuelto a poner en marcha las renovables. Habían subido los impuestos a los que tenían más ingresos, y logrado un compromiso de la UE para que las tributaciones de sociedades fueran las mismas en todo el territorio Schengen. Estaban en proceso de derogar la desastrosa reforma laboral, para lo que estaban trabajando en una nueva ley, más justa y equitativa. Habían subido el salario mínimo, con el objetivo de llegar a los 1000 €/mes en cuatro años. Y todo en poco más de nueve meses. ¿Cuántas reformas se podrían hacer en los tres años que les quedaban?

De repente me despierto. Estoy en el sofá. La tele, encendida. Y allí está el barbas, con la lengua caída, pastosa, dando los nombres de los nuevos ministros de su flamante gobierno en minoría. Era tan urgente que se ha tomado cinco días para recitarlos. Los ministros van jurando sus cargos delante de un crucifijo y sobre una biblia. Todo muy propio en un país que se dice aconfesional. Supongo que estarán rezando por nuestras almas. Falta nos hace, con los cuatro años que nos quedan. Como es habitual en él, no hay rueda de prensa y hace el anuncio en una sala llena de periodistas que han perdido su dignidad profesional, y aguantan que el presidente les hable en una pantalla de 72 pulgadas en la que aparece su cara de estupefacción permanente. Me da un vuelco el corazón cuando me entero de que, en Sevilla, salieron ayer 100.000 personas a la calle. ¿Habremos, por fin, despertado?, me pregunto. Pero no, lo hicieron para ver cómo una escultura de madera a la que llaman Señor de Sevilla, paseaba por las calles de la ciudad. Plasmado me quedo.

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