viernes, 23 de marzo de 2018

¡Es un escándalo, en la universidad se trapichea!

En una de las escenas más memorables del cine, en la película Casablanca, de los hermanos Marx, el capitán Renault ordena cerrar el café de Rick Blaine, interpretado por Humphrey Bogart. Éste, estupefacto, le pregunta al capitán, cliente habitual del establecimiento, por el motivo del cierre. La respuesta de Renault, una de las más recordadas en Hollywood: "¡Qué escándalo! He descubierto que aquí se juega".

Estos días, a raíz del asunto del máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, me he acordado mucho de esta escena, ante la multitud de expertos y tertulianos escandalizados por el tema. También he recordado mis años de universidad y mi experiencia como alumno de máster. Y no entiendo a qué viene tanto escándalo, la verdad.

A todos los que están diciendo que esto no representa a la universidad en España, que es una raya en el agua, un grano en la arena de la playa, les puedo decir que no. No sé si es extensible a toda la geografía universitaria española, pero, según mi experiencia y la de muchos amigos, la universidad es, en gran parte, cutre, antigua, endogámica y clientelar. Enemiga de lo nuevo, de lo que viene de fuera. Lenta en sus reacciones, tendente a echar tierra sobre los problemas, más que a solucionarlos. Os puedo hablar de las dinastías que siguen funcionando en la escuela que estudié, la de Arquitectura de la Universidad de Sevilla. Cómo, misteriosamente, aparecen los hijos de algunos profesores como asociados en sus propios departamentos. No dudo de su valía, pero, ¿no había sitio en otra universidad, que han tenido que quedarse en la de sus progenitores para así alimentar las sospechas de tongo de gente tan desconfiada como yo?


En cuanto a lo de los másteres, os cuento mi experiencia. Sí, lo confieso, soy máster, no del universo, pero sí por la Universidad Politécnica de Madrid. Pero empecemos por el principio. Hace unos 10 años me matriculé en un máster de la Universidad de Sevilla. "Ciudad y Arquitectura Sostenibles", creo que se llamaba. En las dos primeras semanas de clases asistí a una serie de charlas en general bastante aburridas, algunas poco o nada relacionadas con el título del máster. Algunos parecían haber venido a "hablar de su libro". Otros parecían pasar por allí, a hacer caja. El colmo fue cuando una profesora a la que conocía, especialmente incompetente, se puso a hablarnos de los contenedores de reciclaje: el azul para el papel, el amarillo para los envases... En ese momento, decidí que aquello no era para mí y cancelé la matrícula.


Tras esta amarga experiencia, y después de mucho buscar, me matriculé en otro máster. Era el comienzo de la crisis y nos vendieron que había que formarse, reciclarse, para ser más competitivos en el mercado laboral. Esta vez se llamaba "Medio Ambiente y Arquitectura Bioclimática", de la Universidad Politécnica de Madrid, un máster de prestigio, eso me dijeron. Por 6.000 € de nada estuve yendo durante un curso a Málaga, todos los fines de semana. Sí, se impartía allí. Éramos como la sucursal sureña de la UPM, como si de un Starbucks se tratara. Los módulos se fueron sucediendo a lo largo del curso, con más o menos acierto, con mejores y peores ponentes, con poca profundidad en la temática, en general. Lo peor llegó con el Trabajo Fin de Máster, en el que nos soltaron como barcos a la deriva. Mal dirigido, apenas tutorizado. La sorpresa final vino cuando, tras felicitarme mi tutora por el trabajo realizado (tres veces creo que me vio, en unos 9 meses que estuve trabajando en el tema), el tribunal que me califica me planta un 6,5 de nota. Pregunté, critiqué, intenté averiguar el porqué de la contradicción. Todavía estoy esperando una respuesta.


Cutrez es la sensación que siempre he tenido con la universidad en Sevilla, y supongo que también con la española. No digo que sea generalizada, pero está muy extendida. Y es evidente que hay una burbuja de másteres y cursos de postgrado que justifican la existencia de muchos profesores, además de engordar sus cuentas bancarias, aprovechándose de la falta de futuro laboral de muchísimos jóvenes, que creen necesario complementar su formación para poder acceder al desértico mercado laboral español. Másteres como el que parecen haber regalado a Cifuentes, montados más como negocio que como lo que realmente deberían ser. Mal atendidos por profesores que, estirando la dimensión del tiempo, se multiplican en cursos de postgrado y direcciones de tesis, sin profundizar realmente en su trabajo, haciendo caja, principalmente. Incluso podría hablarse de una especie de "burbuja doctoral", como explican en este artículo de El Mundo.


Por todo esto, lo del máster de Cifuentes, si se confirma que ha sido tongo, no me extraña nada. Y que no digan que es cosa de la Universidad Juan Carlos I. Si se pusieran a investigar, sacarían mucha porquería de debajo de las doctas alfombras de nuestras magnas universidades patrias. Enchufes, endogamia, investigaciones falseadas, favoritismos, peleas entre departamentos...Algo que muchos periodistas podrían hacer, en vez de dedicar el tiempo a hablar de que nieva en invierno o de que a Cristiano Ronaldo se le ha roto una uña.


jueves, 15 de marzo de 2018

Mucha mierda

"Mucha mierda". Con esta expresión se desean suerte los actores y las actrices cuando están entre bambalinas, con los nervios propios de la profesión. Pero no voy a hablar de esto, aunque sí de mierda. De la que producimos cada día y de cómo la estamos gestionando, de forma nefasta para el planeta. Y para nosotros.

Hace algunas semanas, mi mujer se encontró a mi hija contemplando ensimismada la basura. Tenía el dedo manchado de papilla, papilla que yo había tirado el día anterior. Con sus ojos enormes, escrutadores, inteligentes, le preguntó a su madre: "¿Por qué habéis tirado la papilla? Está buena." Cuando mi media naranja me lo contó, yo acababa de leer un artículo en El País Semanal que se titulaba "La basura nos devora", en el que se hablaba de los residuos que produce la humanidad y de cómo se están convirtiendo en un problema. Y algo me hizo clic en la cabeza.


No voy a entrar en detalles, ni os voy a marear con números. El artículo lo leí hace dos meses y mis neuronas cuarentonas ya no retienen tanto como antaño. Pero sí que os voy a compartir algunas ideas que pude almacenar porque me llamaron la atención. La ciudad que más basura por habitante produce del mundo es Nueva York. Sí, Manhattan, tan moderna, tan cosmopolita, está enterrada en mierda. Es una basura heterogénea, con plásticos, metal, madera y materia orgánica entre sus principales ingredientes. Frente a esto, en la ciudad de Lagos, en Nigeria, la cantidad de basura por habitante es significativamente inferior, y la presencia de materia orgánica, restos de comida, es prácticamente inexistente. Es curioso,¿no? En sociedades más desarrolladas se tira de todo: aparatos que ya no funcionan, ropa obsoleta,  móviles desactualizados, comida que sobra... En países en desarrollo, o directamente subdesarrollados, solo se desecha lo que de verdad no sirve. Y en esa calificación no entran nunca los alimentos. No se lo pueden permitir.

Casualidades de la vida, hace poco me topé con otro artículo que hablaba de la basura espacial. Sí, queridos lectores, también estamos llenando de mierda el espacio exterior. Así de chulos somos. Por lo visto, desde que en 1957 Rusia lanzó el primer Sputnik, hemos conseguido que más de 7.000 toneladas de chatarra espacial vuelen alrededor de nuestro planeta, como un halo de porquería humana, una diadema galática de inmundicias metálicas.


En noviembre de 2015, durante dos semanas cayeron restos de esta basura en diversos puntos de nuestro país: Cuenca, Alicante, Murcia... Había fragmentos de varios centímetros y también piezas de 4 m de diámetro. Pedazos de basura espacial que reentraron en nuestro planeta. Una auténtica lluvia de chatarra que no es, para nada, inusual. De hecho, la NASA ha registrado, desde hace años, una media de una pieza caída cada día, entre 50 y 100 toneladas al año.

Los riesgos derivados de la presencia de esta basura son múltiples. Daños a personas o edificios, si caen sobre la Tierra. Lío tremendo si, por ejemplo, chocan con otro satélite o la mismísima Estación Espacial Internacional. Alguna vez se ha visto algún fragmento flotando a escasos metros de ella. ¿Se está haciendo algo al respecto? Poca cosa, más allá de una norma internacional auspiciada por la ONU que no es de obligado cumplimiento. Teóricamente, los operadores de los satélites deberían dejar una reserva de combustible para reenviarlos a la Tierra una vez han agotado su vida útil, pero, oh sorpresa, no lo hacen. De hecho, en algunas ocasiones usan ese combustible sobrante para alejar los satélites de telecomunicaciones obsoletos a órbitas más lejanas para dejar sitio a los nuevos. Las posiciones en la órbita llamada GEO en la que trabajan son caras y codiciadas. Es la versión espacial de meter la porquería bajo la alfombra. Que limpien otros.


Resumiendo, podríamos decir que, poco a poco, año tras año, nos estamos enterrando en basura. Y no hay visos de cambio. Una vez más, la humanidad procrastina. Como con la igualdad de género. Como con la sostenibilidad del sistema de pensiones. Como con el cambio climático. Así que solo me queda desearnos a todos mucha mierda con este asunto.