viernes, 3 de noviembre de 2017

Un cuento ibérico

A Ona todo aquello le parecía un cuento chino, una de aquellas historietas que el abuelo Carles se empeñaba en contarle las largas y tórridas tardes de aquellos eternos veranos que les estaba tocando vivir. Era el año 2067 y la canícula solía alargarse en la península más allá de noviembre. Las temperaturas podían superar los 45 ºC hasta más allá de las diez de la noche, así que era mejor quedarse en casa, con las ventanas bien cerradas y los ventiladores a velocidad máxima.

Hacía tiempo que la escasez de lluvias había convertido los pocos pantanos que quedaban en pequeños desiertos de tierras quebradas como la piel de un anciano, así que el país se había visto obligado, hacía ya décadas, a prescindir de la energía hidráulica y presentaba períodos de escasez eléctrica en los que poder encender el aire acondicionado era un lujo que muy pocos podían permitirse.

Aquella tarde el abuelo Carles le estaba contando la gran crisis ibérica de finales de la segunda década del siglo XXI. Cómo los independentistas catalanes la habían vuelto a liar, esta vez bien gorda. Y cómo, en un principio, el gobierno central había respondido de forma torpe, entrando en la díscola región como elefante en cacharrería, creando independentistas a partir de la nada. Pero también le contó cómo, al ver que aquello se les iba de las manos, los políticos supieron frenar a tiempo.

Primero fueron los independentistas, que ante la presión internacional, tuvieron que reconocer que no podían declarar la independencia al no llegar ni al 50 % de apoyo entre el electorado, y renunciaron al procés, convocando acto seguido elecciones autonómicas para desbloquear la situación. El gobierno central, por su parte, abrió las negociaciones para empezar a hablar de un referéndum pactado entre las dos partes, que daría a los catalanes la oportunidad de expresar su opinión sobre el tema.

Desde Europa se aplaudió la iniciativa y la fuga de empresas comenzó a ralentizarse. La justicia actuó con mesura y prudencia, deteniendo y castigando a los responsables políticos, pero sin enviarlos a prisión. La cosa no fue más allá de multas e inhabilitaciones de por vida. Además, para convencer a los ciudadanos de que actuaban con independencia, se pusieron las pilas y encarcelaron a los corruptos que, habiéndose demostrado que habían robado a manos llenas, llevaban años riéndose de la gente haciéndose fotos en sus yates o haciendo bodyboard. Todo aquello se había acabado hacía tiempo. Y gente como Urdangarín habían llegado a la jubilación en Soto del Real.

Ya eran las diez de la noche, y Ona quería salir a la calle, pero el abuelo Carles no paraba. Siguió contándole que, una vez apagado el fuego -los independentistas perdieron el referéndum, aunque por poco-, al cabo de un par de años, aprovechando el cambio de gobierno en Madrid, que propició una gran coalición de izquierdas, alguien propuso la unión con el vecino portugués, para crear la Federación Ibérica. Era más lo que nos unía que lo que nos separaba, dijo el abuelo Carles, y un país que ocupara toda la península ibérica, con más de 50 millones de habitantes, se podía convertir en la Alemania del sur de Europa. Y así ocurrió, dijo el anciano.

Abuelo, todo eso no son más que patrañas, te lo has inventado todo. Sabes que después de la crisis de 2017, se independizó Catalandia, y luego vinieron las demás: Vasquilandia, República Gallega y Alandalucía. Por no hablar de Albacetia y Madridia, que lo consiguieron pocos años después. La península volvía a parecerse a la época de los reinos de Taifas, que ya no se estudiaba en los 43 sistemas educativos que mal formaban a los pequeños.

Todo esto que me has contado, abuelo, no es más que un cuento chino. No, querida nieta, no es un cuento chino, es un cuento ibérico. Y podría haber pasado, ¿por qué no?

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