miércoles, 21 de junio de 2017

La letra con aire entra

O esto parecen decirnos nuestros gobernantes como solución a los problemas de calor en los edificios de nuestro maravilloso, según ellos, sistema educativo andaluz. ¡Pongamos splits en cada rincón de nuestros colegios e institutos! ¡Llenemos sus fachadas y azoteas de preciosas máquinas condensadoras! ¡Escupamos, vomitemos calor a los patios donde luego jugarán nuestros niños!

En las últimas semanas el tema del calor en las aulas de los escolares andaluces ha ocupado muchos minutos en televisiones y radios, e innumerables páginas en los periódicos. Y, aunque no los frecuento, estoy seguro de que los tertulianos, opinadores profesionales de todo y sabedores de nada, también se habrán llenado sus fauces con este problema, aparentemente novedoso, por otra parte antiguo. Todos ellos montando el pitote, exagerando, alarmando a la plebe.

Recuerdo los veranos en mi casa, cuando mi padre iba como loco, a eso de las 10 de la mañana, cerrando ventanas y contraventanas, dejando la casa en penumbra, luchando contra mi madre, que quería que entrara aire en la casa, agobiada por el calor. Mi padre no hacía más que lo que había visto en su pueblo, de una zona también calurosa de nuestra tierra, donde la gente cerraba sus casas a cal y canto para evitar que, durante las horas de más calor, entrara la flama. Qué palabra tan bonita, ¿verdad?

También recuerdo mi colegio, ni mejor ni peor que los de ahora, y carente de equipo climatizador alguno, pero rodeado de árboles que sombreaban su fachada, y con un gran porche cubierto en el que nos refugiábamos en las horas de más calor. Cabíamos todos. Y no recuerdo pasar calor como algo extraordinario. Se soportaba.

Y, rebuscando en mi memoria que ya supera los cuarenta años, revivo una Sevilla en la que había árboles y sombra en sus plazas y calles. El callejón del agua, con sus enredaderas, que refrescaban con solo mirarlas. La muralla del Alcázar, apenas visible entre la vegetación que la tapaba. El Palacio de San Telmo, oculto entre una celosía de árboles de porte generoso. ¿Eran falsos platanos? No recuerdo. Y cómo olvidar los inmensos ¿magnolios? que había en la Plaza de Cuba, donde habitaban cientos de estorninos que ponían banda sonora a las inclementes tardes del desastroso, climáticamente hablando, barrio de Los Remedios.
Teníamos multitud de herramientas para combatir las inclemencias de nuestro tórrido verano. Y las conocíamos bien. Y formaban parte de nuestra arquitectura: patios, macetas, fuentes, persianas de esparto... Ese maravilloso invento, de tecnología antigua y eterna, que es el botijo, no faltaba en ninguna casa, en ninguna obra, en ninguna gasolinera. Pero, desde no hace muchos años, desde que fuímos ricos, hemos cambiado todas estas técnicas, baratas y funcionales, por el "progreso" de las máquinas. Queremos vivir en unos eternos 20 ºC en verano, para poder ponernos una manguita larga en agosto, y en unos 26 ºC en invierno, para ir en una cómoda manga corta en Navidad. Las persianas, antaño de esparto y madera, y colocadas fuera, en la fachada, para no dejar que el sol alcanzara nuestros muros, nos las hemos traído a la ventana, donde son menos efectivas. Los patios no existen, son metros cuadrados perdidos. Renunciamos hace tiempo a la ventilación cruzada, fundamental para disipar el calor acumulado durante el día y aprovechar el frescor de la fachada norte. El botijo ha sido sustituido por máquinas que nos dan agua congelada o garrafas de plástico recubiertas por una horrorosa espuma amarilla.
¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué renunciar a una sabiduría de milenios, que nos proporcionaba armas económicas y efectivas contra el calor? Ahora que deberíamos habernos dado cuenta de que ya no somos ricos, ni siquiera nuevos, sería un buen momento para plantearnos si la solución al problema del calor en las aulas es colocar unas máquinas que son caras y no harán más que aumentar el gasto de colegios e institutos que, en muchos casos, no tienen ni para papel.

¿Por qué no aprovechar el momento para rehabilitar esos edificios, usando nuestra inteligencia y sabiduría, de forma económica? Hay técnicas, perfectamente contrastadas, que consiguen reducir el gasto energético de nuestros edificios hasta en un 90 %. En otra ocasión escribí, aquí en El Grifo, del estándar de edificios de consumo energético casi nulo, Passivhaus. Es una opción, pero también hay otras muchas posibilidades. ¿Por qué no empezamos sombreando las fachadas más soleadas? ¿Por qué no aislamos nuestros colegios por el exterior? ¿Por qué no ponemos sistemas que los ventilen adecuadamente por la noche, para enfriarlos? ¿Por qué no convertimos esos patios, verdaderos desiertos de hormigón en pequeños oasis que pueden reducir la temperatura en 2-3 ºC, como pudimos vivir en la Expo?
Las ocasiones las pintan calvas, y creo que este problema se podría convertir en una gran oportunidad de mostrar al mundo que en Andalucía, como dice la presidenta, se hacen las cosas de otra manera, pero de verdad. Se crearía empleo. Se enseñaría a las generaciones futuras que podemos habitar este planeta de otra manera. Y seguro que se podrían conseguir subvenciones de la Unión Europea, que no creo, por otra parte, que destine dinero a colocar equipos de climatización.

El cambio climático ya está aquí, y nos está cambiando la vida. Y está ocurriendo ahora. ¿Lo combatimos con armas anticuadas que nos llevan al desastre? ¿O proponemos soluciones inteligentes que nos aseguren un futuro sostenible? Yo, desde luego, lo tengo clarísimo.

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