miércoles, 21 de septiembre de 2016

En el limbo

Ayer iba en el Metro, camino de Sevilla, con una carpeta con papeles médicos varios. Contenían información muy privada. Andaba yo enredado con mi flamante smartphone de segunda mano, con cosas tan importantes como el whatsapp y el facebook cuando llegó mi transporte, así que me monté, sin despegar mis ojos de la pantallita. Cuál fue mi sorpresa cuando, desde el interior del vagón que me había engullido a mí y a mi absorbedor aparatito, pude ver cómo me alejaba de la carpeta, ella sí que era importante, que quedaba allí triste y sola, abandonada en la fría superficie del banco metálico.

Nunca he sido muy de teléfono. No soy persona muy habladora, y por teléfono menos. Llegué tarde al móvil. Me resistí hasta que me dí cuenta de que a mi teléfono fijo le estaban saliendo telarañas. Aguanté como un campeón con mi ladrillo Ericsson hasta que tuve que subirme al carro de los mal llamados teléfonos inteligentes. Estaba yo contento y tranquilo en mi nivel smartphone cuando de repente, hace pocos años, llegó el whatsapp, cual elefante en cacharrería. También me mantuve en mi posición, ya que no le veía utilidad, hasta que pude ver cómo la gente dejaba de llamarme y compartían sus vidas a través de esa demoníaca aplicación. Y tuve que subirme al carro del whatsapp también.

No me considero, pues, un enganchado al móvil. En el cine, lo pongo en silencio. Cuando voy a correr, lo dejo en casa. Si estoy con alguien tomándome una cerveza, lo uso sólo lo imprescindible. Soy un usuario con cabeza. O eso creía. Pues no. Ayer, cuando, con cara de imbécil, me quedé mirando cómo abandonaba a mi carpeta con mis datos médicos y personales en la solitaria estación, me dí cuenta de que, o tomo medidas serias y urgentes, o no podré vivir sin este invento del demonio.

Haciendo memoria de mis rutinas, intentando mirarme desde el exterior, cual dron con neuronas, me he dado cuenta de que he entrado en la malévola zona de influencia de los smartphones. Estoy todo el día pendiente del último whatsapp. Cuando me levanto lo primero que miro es el móvil. No sé cuántas veces, a lo largo del día, me lo saco del bolsillo, para leer el último mensaje. Cuando voy a echar el día a la playa lo primero que hago es echar una fotito, para dar envidia. Mi niña puede estar enterrándose en arena, que no me percato. Si cocino, publico la foto de mi última creación gastronómica antes de probarla.

Si yo, que me considero ajeno al enganche que provocan estos aparatos, estoy así. ¿Cómo estarán los demás? Cuando miro a mi alrededor y veo a casi toda la gente que me rodea mirando el puto, con perdón, cacharrito, se me cae el alma a los pies. Cuando estamos con un ojo en el móvil y el otro en la realidad no estamos ni aquí ni allí. Y te dejas una carpeta con papeles importantes en un banco. O no escuchas cómo tu pareja te cuenta cómo le ha ido el día. O no ves cómo tu hija da sus primeros pasos. O te pierdes una irrepetible puesta de sol.

El filósofo francés Michel Serres acuñó hace años la expresión "generación de los pulgarcitos", refiriéndose a los jóvenes que están todo el día con el pulgar en sus móviles. Estos aparatos nos mantienen en un limbo que nos aleja de la realidad, y de la gente que tenemos a nuestro lado, para darnos una falsa sensación de pertenencia a grupo de gente a la que, en su mayoría, no vemos en meses. O en años. Mientras, nos perdemos lo que pasa a pocos metros de nosotros, que no es más que la vida. Ni menos.

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