La primera vez se juntaron para clamar contra el tesorero de un partido que había estado apropiándose de dinero que no era suyo durante más de dos décadas. Era dinero procedente de donaciones más o menos oscuras. Y el tipo se lo pasaba por el forro y llevaba más de veinte años mandándolo a una cuenta que tenía en la limpia y pulcra Suiza. Cuando salió a la luz, más de treinta mil personas habían ocupado la plaza delante de la sede del partido en cuestión para pedir justicia.
La segunda fue delante de la casa de un futbolista argentino. El tipo había defraudado a Hacienda nosécuántos millones de euros, durante años. Era un malabarista del balón, pero también de las finanzas. Y de la elusión fiscal. Y flipé cuando ví en la tele que más de veintidosmil personas se habían plantado delante del humilde hogar del deportista para reclamarle que pagara lo que le correspondía. Incluso en el campo de fútbol, alguna tarde de domingo, se pudieron ver pancartas en su contra.
La tercera me pilló en Madrid, delante del Congreso. Allí, entre los petrificados leones, había más de cincuenta mil personas protestando por la política, o más bien ausencia de ella, que se estaba desarrollando para solucionar el problema de los refugiados. Cincuenta mil personas gritando, cantando, protestando por el mirar a otro lado de la mayoría de los representantes de los ciudadanos en la Cámara.
De repente me desperté. Abrí los ojos. Y allí estaba. En el campo, una tarde más de domingo, viendo cómo decenas de miles de personas se juntaban en un estadio para ver a veintidós tipos perfectamente adultos, en calzonas, correr detrás de un balón. Decenas de miles de personas que empujaban, que apoyaban, que se dejaban sus voces para animar a su equipo. Cuánta energía junta. Cuántas cosas se podrían hacer con ella. ¿Y si la usáramos para cambiar el mundo? Estaba alucinando.
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