viernes, 15 de septiembre de 2017

Butifarréndum

Ya habían pasado unos meses desde el día glorioso en el que una luz democrática había inundado todos los locales donde los catalanes, libres y justicieros, y a pesar del totalitarismo españolista, habían expresado su voluntad de constituir una república moderna y avanzada, adecuada a su calidad como sociedad, a sus valores superiores. Por fin habían podido desahacerse del lastre del otro trozo de la Península Ibérica que tanto les había atrasado desde los albores de los tiempos, antes de que Wifredo el Velloso dibujara con la sangre de sus dedos la Senyera que les representaba.

La Unión Europea les había acogido con los brazos abiertos. Llevaban décadas arrepentidos de haber admitido en su exclusivo club a estos bárbaros del sur del continente, indolentes y chupópteros del maná de las subvenciones europeas, tan diferentes de los disciplinados y trabajadores del norte. Y la posibilidad de que la parte currante y seria del país de los toros y la sangría se independizara era como una pequeña venganza.

Lo mismo pasó con la ONU, que recibió con aplausos al flamante presidente Mas, héroe del Procés, que había movido bien sus cartas tras el resultado de la votación, desplazando con estilo a sus contrincantes y haciéndose con el cetro de la flamante y límpida República de Catalandia. En su perfecto inglés, dio un discurso de más de cuatro horas en el que, cual Fidel Castro mediterráneo, desgranó las bondades del nuevo país, invitando a los inversores a dejar caer sus billetes más allá de los Pirineos.

El paro había bajado, en pocos meses, de algo más del 13 % a menos del 3 %. Desde la independencia, muchas multinacionales que tenían su sede en la castellana y paleta Madriz se habían trasladado a la bella y cosmopolita Barcelona, lo que había posibilitado la creación de cientos de miles de empleos que habían borrado, de un plumazo, la lacra del desempleo del país catalán.

La sanidad funcionaba a pleno rendimiento. En los hospitales había camas vacías. La inversión en el sistema sanitario lo había dotado de infraestructuras de sobra. La gente se hacía resonancias innecesarias para que las máquinas no se oxidaran, de tan bien equipados que estaban los servicios sanitarios, lo que provocaba que algunos aparatos no se utilizaran durante meses, ya que no hacían falta. La red de cercanías había recibido premios internacionales por su eficacia. Desde que era gestionada por verdaderos catalanes, funcionaba como un reloj. La AVC (Alta Velocidad Catalana) había unido, no solo las capitales de provincia, sino otros puntos importantes de la geografía butifarrera como el Bulli, a donde era posible llegar desde Barcelona en poco más de un cuarto de hora para disfrutar de un menú por poco más de 200 cataleuros. Y de comida catalana. La tortilla de patatas y la ensaladilla rusa habían sido prohibidas el mismo 2 de octubre.

Y qué decir del Barça. Desde que jugaba con el Terrasa y la Gramenet ganaba una media de 10 títulos anuales. Y ya no tenía apenas extranjeros en sus filas, tan solo catalanes de pura cepa, y algún que otro descendiente de inmigrantes andaluces que hacía, además, de aguador.

¡Joan! ¡Despierta!, le dijo su hermana.  Se le había caido el pan con tomate en la mesa, de lo centrado que estaba en sus pensamientos. Desde que el SÍ había ganado el referéndum y se había producido la independencia se quedaba en babia muy a menudo. La Unión Europea seguía con las puertas cerradas y la fuga de empresas no paraba. Tener la sede en un país que estaba fuera del euro no les interesaba. El paro había subido y la sanidad seguía hecha un desastre. Tras la victoria, la coalición del Procés se había roto y los antiguos aliados habían vuelto a sus luchas internas y las peleas izquierda-derecha de toda la vida. La visión que tenían de la República Catalana difería en todo, menos en el nombre. Además, ver al Barça jugando en campos de unos pocos miles de espectadores le producía una mezcla de vergúenza y pena. Para rematar, se había constituido la AAA (Asociación de Ayuntamientos por la Autodeterminación), que englobaba a cientos de ayuntamientos que querían unirse a España, y la AAPA (Asociación por la Autodeterminación del Pueblo Aranés), que luchaba por la independencia del Valle de Arán. A la nueva masía catalana le empezaban a salir goteras.

¿Y todo esto, para qué? Se dijo, mientras se encaminaba a la oficina del SCE (Servicio Catalán de Empleo), a renovar su demanda. Lo habían echado de la editorial donde trabajaba, ya que había trasladado su sede a la meseta. Puto Procés, me han engañado, se dijo.


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