martes, 6 de marzo de 2012

Chisteras, cantimploras y sarpullidos

El domingo pasado disfruté, una vez más, del programa del Follonero, Salvados, un oasis de buen y fresco periodismo, del que hace que el entrevistado se sienta incómodo, como en una silla de éstas de diseño que nadie se atreve a criticar, pero que nadie compra. En esta ocasión, el invitado era el honorable Jordi Pujol, expresidente de la Generalitat de Cataluña.

Ante las embestidas del Évole, el expresident acabó por, digamos, confesar que, ante un hipotético referéndum sobre la independencia de Cataluña, votaría que sí. Supongo que sería que sí a la independencia porque en los referéndums se suelen hacer preguntas tan rebuscadas que el sí puede significar que no y viceversa. El honorable Pujol le echaba la culpa a la anticatalana España, no sé si hermana, madre o mala vecina y decía sentirse mal por estar a favor de la independencia. Extraño sentimiento éste: o se es independentista, con orgullo y alegría, o no se es, pero ser independentista y sentirlo es la cuadratura del circulo, digo yo.

El caso es que siempre que veo a estos, como diría Savater, necionalistas enarbolar la bandera de la independencia y echar la culpa de todos sus males a la intrasigente y maldita España siento mucha pena. Pena por lo demagogo de muchos de sus argumentos victimistas. Pena por lo alejados de la realidad que están sus pensamientos. Pena por la pérdida de tiempo que todo esto supone. 

En España llevamos ya siglos de convivencia en los que, lógicamente, nos hemos acabado mezclando en muchos ámbitos: culturales, lingüísticos, económicos. Esto se refleja muy bien en el idioma castellano, que es como un gran cocido al que, si le quitas alguno de sus ingredientes, por pequeño que sea, deja de existir, pierde su esencia, su razón de ser.


De este modo, si elimináramos las palabras catalanas de este cocido lingüístico, ya no podríamos acordarnos de nuestra querida peseta. Nos moriríamos de sed al no poder llevar cantimplora. No podríamos pintar cuadros, ya que no tendríamos pincel, ni podríamos disfrutar de los fuegos artificiales, porque no tendríamos pólvora.

Pasaría lo mismo si suprimiéramos las palabras vascas, lo que nos privaría del riquísimo bacalao. La izquierda dejaría de existir, aunque, hoy en día, nadie sabe dónde está. Los magos no podrían sacar nada de la chistera y pasaríamos un tremendo frío en invierno al no poder llevar chamarreta. No podríamos tomarnos ninguna cerveza en el kiosco del parque, ni podríamos tirarnos ningún órdago jugando al mus.

Por último, en cuanto al gallego, deberíamos renunciar al albariño y a la queimada. La morriña no podría inspirar ninguna canción ni nos la podríamos quitar organizando algún sarao. Eso sí, ya no tendríamos que sufrir ningún molesto sarpullido.

Aunque esto no deja de ser un ejercicio de separatismo lingüístico me sirve para confirmar lo mezclados que estamos, la cantidad de cosas comunes que compartimos en este bello país. Mi padre es cordobés, mi madre menorquina, yo nací en Barcelona y soy andaluz de adopción. Y de todo ello disfruto, todo tiene su parte buena y su parte mala. Pero es lo que soy. Si los políticos se dieran cuenta de esto y no vieran a nuestro país como una serie de autonomías estancas y separadas, nos iría mucho mejor.







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